Aquí lo cotidiano se vuelve fabuloso. Tender la ropa al sol, saltar una piedra, pedalear sin saber qué viene. El riesgo a lo desconocido es lo que nos hace avanzar.

Sufro mi primer rechazo. Ester. La dueña del camping de Zuriza. Lleva toda la vida viviendo en Ansó, un pueblo del Pirineo oscense de unos 500 habitantes a 15 kilómetros del camping. Para llegar a él ha de atravesar el barranco del río Veral, una auténtica gozada de carretera, al menos para la bici; no sé si Ester se habrá cansado de tanta curva. No sé si la rutina puede con todo. No sé si habrá paisajes, relaciones o vivencias que la derroten.

Son tres hermanas y las tres trabajan en el camping. De Semana Santa a octubre lo hacen a diario, pero en invierno solo los fines de semana porque se llena de nieve.

- ¿Y entonces qué haces?

Dice que a veces se aburre y necesita salir. No quiere que le haga fotos, prefiere que las tome del valle. Me escribe en el cuaderno un texto de Salvador Gañote:

«Hay quien obedece a sus propias reglas porque se sabe en lo cierto; quien adivina algo más de lo que sus ojos ven; quien prefiere volar y amar a comprar».

Tiene una caligrafía muy redonda y espaciosa.

La estación de Canfranc, en pleno Pirineo oscense. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE

Fuente en la aldea de Borau (Huesca). Foto: JOSÉ JUAN LUQUE

Hecho es el siguiente pueblo. Muy cerca está el camping Borda Bisáltico, en plena selva de Oza. Lo recuerdo de la otra vez que estuve hace cinco años. Íbamos en coche y bebíamos calimocho. ¿Qué hemos hecho desde entonces? ¿En qué hemos cambiado? ¿Fuimos felices?

Topamos con Silke Maerz, una alemana que adoptó a un niño negro pese a estar sola.

- Era lo que quería.

No todo el mundo hace lo que quiere.

Entre Jasa y Aísa hay una carretera que pronto desaparecerá porque nadie la cuida. Todo se va al garete si no se cuida. Nos hemos parado tres veces en una bajada de dos kilómetros. Las bicis en mitad del carril y yo alejándome campo adentro. Alejándose es más fácil descubrir.

Siguiente estación, Borau. En el 2011 ya estuve aquí, en la casa de Cristina. Cogí un autobús de Madrid a Zaragoza y otro hasta Jaca. Solo llegamos dos personas a la última parada; era medianoche. Me recogió Cristina en su coche. Admiraba a Cristina. Tuvo que elegir entre quedarse con su novio en Madrid o irse a una aldea del Pirineo a dar clase. Cuando a la entrada de Borau se bajó del coche para llenar una botella de agua en la fuente, supe que no se había equivocado.

Estuvimos dos días caminando por la montaña, sin ruido. Cada mañana, antes de salir a pasear, me sentaba debajo del árbol que había junto a su casa y leía. Me marché un lunes de noviembre desde la estación de Canfranc, un majestuoso edificio de ventanas rotas comido por los hierbajos. Fui la única persona que esperaba al tren. El amanecer era frío, pero aún así había algunos paseantes. A veces no se necesita llegar a los sitios, ni se desea.

El paisaje comenzó a deslizarse ante mis ojos. Pasé gran parte del trayecto con el maquinista. El tren tardó cuatro horas en hacer 130 kilómetros. Casi nadie supo de ese viaje. Después perdí la pista de Cristina.

A la entrada de Borau pregunté por ella. Me dijeron que seguía allí, pero que al ser verano era probable que no estuviera. Reconocí la fuente donde había llenado su garrafa. Aproveché para llenar mis bidones, refrescarme la cabeza y hacer unas fotos. Busqué la casa y me equivoqué dos veces de calle. La encontré en las afueras, junto al río, al puente y al árbol. La puerta estaba abierta. Había un gato y dos chicas sentadas debajo del árbol.

Pregunto por Cristina.

- Está en Ibiza.

María y Lucas, sus amigas. Llevan cinco días aquí. Están hartas de Madrid, de Lavapiés, de un curso agotador, y necesitan desconectar. Pasarán agosto en Borau. Cristina también necesitaba desconectar y se fue al día siguiente de terminar las clases. Todos lo necesitamos: buscar lo opuesto. Algún año me gustaría pasar un verano así, como María y Lucas, sin más objetivo que salir a por pan cada mañana. Me pregunto si aguantaría tanta tranquilidad.