En cuanto el Sol asomó por el horizonte, una modesta comisión compuesta por cuatro emisarios a lomos de asnos fue conducida ante la presencia del terrible soberano. Entonces, uno de ellos expuso su propuesta: Córdoba estaba dispuesta a rendirse si el rey castellano prometía respetar la vida de todos sus habitantes. Lejos de aceptar, Don Pedro expulsó a los negociadores entre gritos e insultos, dejando claro que no le importaba tanto conquistar la ciudad, como el placer de torturar a quienes se habían decantado por la causa de su hermano. Como seguro que ya habrá adivinado, me dispongo a contarle la batalla del Campo de la Verdad, una de las mayores gestas de nuestra historia.

En 1368, Córdoba fue escenario de una batalla de película. La mejor literatura épica jamás será capaz de emular algunos de los episodios vividos durante la cruenta guerra que enfrentó a los partidarios de Enrique II de Trastámara, atrincherados entre las murallas cordobesas, y los de su hermanastro Pedro I de Castilla, apodado el Cruel. Este último había ofrecido al rey moro de Granada el saqueo de la urbe a cambio de su ayuda, y entre los dos ejércitos reunieron más de veinte mil soldados en la orilla sur del Guadalquivir. En una eficaz acometida, los granadinos se apoderaron de la Calahorra y del Puente Romano, avanzando hasta el perímetro defensivo del Alcázar viejo, que era la zona más desprotegida. Mientras las huestes sarracenas se aplicaban en abrir boquetes en la muralla, las campanas de todas las iglesias tañían sin parar, alertando a mujeres y niños que debían refugiarse en los templos. Tanto Don Alonso Fernández de Córdoba, oficial al mando de las tropas de Enrique II, como el resto de militares cristianos, mostraron una pasividad pasmosa mientras los granadinos terminaban de abrir la brecha por la que se desangraría la defensa de la ciudad.

Tan indolente fue su actitud que pronto se extendió la creencia de que el Fernández de Córdoba estaba cooperando en secreto con el rey de Castilla para facilitarle la conquista. Tras llegar a sus oídos el infamante rumor, Doña Aldonza López de Haro, madre del oficial, buscó a su hijo por las calles y lo encontró junto a la Mezquita-Catedral. A la sombra del antiguo alminar le recriminó delante de multitud de vecinos que en su familia nunca hubo traidores, a lo que Don Alonso respondió, desmintiendo públicamente los rumores sobre su deslealtad: «Madre, en el campo se verá la verdad». De aquí proviene, según la tradición, el actual nombre de este barrio.

Muchas mujeres, en vez de esconderse como se les había pedido, siguieron el ejemplo de Doña Aldonza y salieron a las calles para espolear a sus varones. Apelando a su hombría, les exigieron luchar hasta la muerte si no querían ver cómo sus esposas, madres, hermanas e hijas eran violadas y martirizadas por los moros. Y de repente los apocados, junto a sus mujeres armadas con picas y palos, comenzaron a luchar como jabatos y arrojaron a los granadinos desde las almenas de la muralla. Mientras, los piconeros del barrio de San Lorenzo salieron del perímetro defensivo y comenzaron a arrollar con furia a los nazaríes en el puente, teniendo muchos que lanzarse al río para salvar su vida. Los que no lo hicieron cayeron decapitados por sus hachas y sus hoces -de ahí que una calle del barrio se llame avenida de los Piconeros-.

Recuperados el Puente Romano y la Calahorra, Don Alonso Fernández de Córdoba se puso al frente de este bravo ejército de espontáneos, y se volvió para aclararles la situación: en el Campo de la Verdad estaban a punto de librar la batalla de sus vidas, y de allí sólo se salía con la espada en alto o con los pies por delante. Todos le siguieron, y para evitar que nadie cambiara de opinión, el oficial mandó volar los dos últimos arcos del puente. Ya no había marcha atrás, matar o morir. En un ataque de épica, los campesinos cordobeses mutilaron gran parte de las tropas de los reyes aliados, causando estragos en la moral del enemigo. Los cristianos repararon las murallas del Alcázar viejo y reorganizaron las defensas. Y finalmente, tras varios días deliberando, Pedro I y el rey de Granada decidieron abandonar la contienda, por miedo a un nuevo revés de los irreductibles cordobeses.

La tradición asegura que la noticia de la humillante derrota llegó al rey moro mientras cenaba en su campamento militar, situado a continuación de lo que hoy es la Torrecilla. Al escucharla, dicen que exclamó: «¡Amarga cena me habéis dado!». Ahora también sabe por qué se llama así el polígono industrial.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net