Uno de los personajes más influyentes de la historia de Al-Ándalus fue el terrible Almanzor. A la muerte del califa Al-Hakam II, el príncipe heredero Hisham II contaba con apenas once años, por lo que el hombre de confianza de su padre se convirtió en el encargado de gobernar en su nombre. A partir de 976, el caudillo cambió el talante moderado del califato para convertirlo en un auténtico azote para los reinos cristianos. Sus incursiones eran rápidas y devastadoras. Su poder no encontraba límite, rindiendo a sus pies a todo aquel que se le oponía. Hasta tal punto llegaba la ferocidad de su ejército que cuando se aproximaba el año 1.000, en el que muchos profetizaban el fin del mundo, numerosos cristianos pensaron que estos guerreros de tez morena, que quemaban aldeas y asesinaban sin piedad, eran auténticas legiones de demonios emergidos desde las profundidades infernales.

Entre 978 y 1.001, Almanzor dirigió desde Córdoba cincuenta y dos campañas, todas victoriosas, entre las que destacó especialmente la llevada a cabo en 997 contra la ciudad de Santiago de Compostela. A pesar de la gran dificultad que entrañaba la misión, por la distancia que separa nuestra ciudad de la población gallega, el caudillo volvió a demostrar su astucia enviando una tropa auxiliar a través de Portugal. Así, las huestes musulmanas traspasaron las defensas de la ciudad, arrasando edificios y pasando a cuchillo a la población local. Cuenta la tradición que cuando Almanzor llegó a la tumba del apóstol Santiago el Mayor, un monje intentó cortarle el paso. El fiero andalusí no sólo le perdonó la vida a este osado, sino que además encargó a dos de sus hombres custodiar la sepultura. Esta muestra de respeto propició fama internacional al Camino de Santiago, pues toda la cristiandad entendió que debía de tratarse de una reliquia muy sagrada para que el sanguinario líder musulmán la hubiera respetado.

Después de saquear el templo compostelano, los prisioneros cristianos fueron obligados a descolgar las gigantescas campanas de su torre y cargarlas a hombros durante los ochocientos kilómetros que les separaban de Córdoba. Una vez en la Mezquita Aljama les dieron la vuelta, las llenaron de aceite y fueron utilizadas como enormes antorchas para proporcionar iluminación nocturna al edificio. Los obispos cristianos debieron tomar buena nota de aquel suceso, porque dos siglos más tarde, cuando Fernando III conquistó la capital de Al-Ándalus, el rey santo obligó a los prisioneros musulmanes a devolver las campanas a la catedral de Santiago. A pie y con dichos instrumentos al hombro, como no podía ser de otra forma.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net