Desde hace años me gusta una chica, pero nunca coincidimos. Un día me llama y me dice de quedar. Tengo cuatro días libres en el periódico, que había pensado gastar en un viaje, huir del sopor y del vacío veraniego de Córdoba directo a Almería. ¿Lo aplazo? Paso la noche entera dudando. ¿Quedaríamos más días? No tengo nada planificado, ninguna reserva hecha. Podría ser el comienzo de algo. Quédate.

Es la hora de la siesta cuando bajo a la cochera y enciendo el motor del coche. Nunca hay que dejar de hacer nada por nadie. 2 de agosto del 2010.

Llego a Tabernas antes del anochecer. Pregunto precio en dos hoteles, pero son excesivamente caros, así que continúo por la Nacional 340a y a los pocos kilómetros encuentro el Hostal Calatrava, a la derecha de la carretera, plagado de camiones aparcados. Allí hago mi primera noche, habitación número trece, cama de matrimonio, televisor, lámpara fundida y mesita de noche con una reliquia de teléfono que no da señal. Tras soltar el reducido equipaje, atravieso el estrecho pasillo, iluminado tenuemente con bombillas amarillentas, y bajo al bar de la planta baja, donde solo hay un hombre que fuma en una de las mesas cuadradas.

Así amanecí el primero de los cuatro días que pasaría por el desierto de Tabernas, la Sierra de Filabres y el Cabo de Gata. Cuatro días en los que me olvidé de todo lo que odiaba y también de lo que me gustaba. En aquellas carreteras no había periódico, no había chica, no había partidos de fútbol ni pretemporada, no miraba el teléfono ni esperaba impaciente mensajes del número de siempre, que ya sabía de memoria.

El viaje no era nada del otro mundo. Hoy no lo haría así, pero en aquel entonces me pareció heroico irme solo con el coche un puñado de días. Paraba al azar en pueblos, pero apenas hablaba, solo daba paseos. Así, contemplaba escenas nostálgicas, como aquella pareja en Turrillas que pelaba patatas en la puerta de su casa, la chiquilla que rodea una y otra vez con su bicicleta a la plaza de Senés, el camarero descamisado de Tahal, el hombre que apareció de la nada en Chercos Viejo, recién levantado, dando gritos, o las mujeres en Alcudia de Monteagud, cuidadoras de nieta y plantas.

Llegué hasta el Cabo de Gata, donde conocí a Eva, que venía de Italia con un Fiat Punto verde y me invitó a dormir en su saco, en la cala del Carbón. Era la primera vez que amanecía en una playa.

No guardo demasiadas fotos de aquel viaje, pero sí recuerdo la última, en la cima del puerto que separa Castro de Filabres y Olula de Castro, dos pueblos atrapados en plena Sierra de Filabres; en la imagen, aparezco sentado con un melocotón, contemplando un paisaje árido, unas nubecillas a lo lejos y una carretera nueva y sinuosa.

Retratos en Senés, Chercos Viejos, Hostal Calatrava (N-340a, entre Tabernas y Sorbas), Tahal y Alcudia de Monteagud, en la Sierra de Filabres (Almería), en agosto del 2010. Fotos: JOSÉ JUAN LUQUE

Esa carretera es la que ando buscando en mi última etapa de este viaje en bicicleta, ocho años después, la cima donde me comí el melocotón y en la que me quedé aquel 5 de agosto, sentado en unas piedras ante un paisaje misterioso e introvertido.

Reservo dos fotografías en el carrete, pero una la gasto en Castro de Filabres con unos vecinos que me regalan una lata de fanta de limón para que acompañe al pan que me ha regalado la familia marroquí de Tabernas.

Al llegar arriba del puerto es como si no hubieran pasado ocho años porque reconozco a la perfección el punto en el que me hice aquel autorretrato. Tras inspeccionar el terreno, pongo la cámara sobre unas piedras y activo el autodisparador; esta vez no llevo camiseta, pese a que es noviembre, y tampoco tengo melocotón ni ninguna fruta que echarme a la boca, pero cuando suena el clic de la cámara no me levanto, Simplemente quiero estar ahí un rato más, sin moverme, observando el leve movimiento de las nubes, como cuando deseas estirar una despedida en la estación de tren porque sabes que estás dejando algo atrás.