Dice mamá que te volvería a pedir… que te casaras con ella». ¿Recuerda aquel mítico spot de Coca-Cola que en 2003 emocionó a media España? Sí, aquel en el que un matrimonio con problemas de comunicación utilizaba a su hijo adolescente como arma arrojadiza para enviar mensajes despectivos al otro cónyuge. En cierto momento, el chico que actuaba como mensajero se da cuenta de que tal intercambio de ofensas no puede acabar bien, y se le ocurre convertir los dardos incendiarios de sus padres en mensajes cargados de cariño, amor y reconciliación. Siempre digo que Córdoba posee una historia tan vasta y grandiosa que casi todo lo que un guionista de cine o un creativo publicitario pueda imaginar, antes ha ocurrido aquí. Y el anuncio de Coca-Cola no iba a ser una excepción.

Nos trasladamos a mediados del siglo X, cuando Abderramán III dirigía con puño de hierro los designios de la península ibérica desde Medina Azahara, su ciudad palatina a los pies de la Sierra Morena. Por ese tiempo el rey de Germania y de la Francia oriental, Otón el Grande, se quejaba airadamente al califa cordobés de los destrozos que los piratas andalusíes causaban en las costas de Marsella, amenazando con tomar medidas si él no acortaba la cuerda a sus súbditos. Aunque sabía que el alemán tenía razón, al omeya no le hacía ninguna gracia recibir advertencias, y menos en el tono altivo con el que el futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico se las hacía llegar. Por eso su respuesta, en forma de misiva escrita en árabe, fue bastante insolente y provocadora. Cuando se la tradujeron, Otón decidió devolverle el embate a su homólogo sureño, redactando otra carta en latín repleta de injurias y ofensas contra los preceptos del Islam. Casi nada. Portar dicha misiva hasta la capital de Al-Ándalus sería un auténtico suicidio, pues todos conocían las consecuencias: ningún miembro de la embajada regresaría con vida después de insultar a Mahoma en la cara del mismísimo califa.

Tres años después partía desde Frankfurt el monje Juan de Gorze, el único voluntario que se había ofrecido para ser torturado y asesinado en Córdoba, pensando que dicho sacrificio le garantizaría un lugar preferente en el Cielo. El cristiano tardó varios meses en atravesar el continente a lomos de una mula, pero al plantarse bajo el arco de entrada a Medina Azahara, los súbditos de Abderramán le informaron de que el califa tardaría en recibirle. Es comprensible que el bueno de Juan no tuviera prisa por ser martirizado y empalado, así que la procrastinación no le desagradó en exceso. Tres años se pasó el monje vagando por las calles de Córdoba mientras esperaba a ser recibido. En todo ese tiempo alguien debió filtrar el contenido de la carta al califa, que después de comprender el arrojo y la tremenda determinación de aquel fraile, mostró compasión y al fin lo convocó a su palacio. Las crónicas árabes describen al omeya como un líder eminentemente interesado, aún más si cabe que iracundo. Por eso cuando tuvo cara a cara a Juan requirió que le entregara los regalos que su soberano le había enviado, y que se volviera a casa sin sacar del zurrón la carta de marras. El cristiano, obstinado como él sólo, se empeñó en que si no escuchaba el contenido de la misma se perdería aquellos magníficos presentes. Así que se volvieron a dar otro tiempo.

El ambiente en la ciudad se podía cortar con espada. La escalada de tensión hacía presentir que se aproximaba una cruenta guerra contra uno de los imperios más poderosos del momento, y ese no era plato de buen gusto para nadie. Por eso los hombres más sabios de la corte cordobesa se reunieron en secreto con una nueva embajada venida desde la capital germana y se preguntaron: «¿Quién habla latín en Córdoba? ¿Quién sabe leer árabe aljamiado en Alemania?». De esta forma, hicieron con sus soberanos lo mismo que el chaval del anuncio de Coca-Cola, tradujeron las frases ofensivas por expresiones afectuosas, los insultos por elogios y el tono amenazante por otro de notable admiración. Tanto Abderramán como Otón se sintieron vencedores al escuchar las supuestas alabanzas que le había dedicado su rival, perdonándose mutuamente casi una década de altanería y ofensas. Y así fue cómo un grupo de sabios cordobeses y alemanes salvó a la población civil de medio continente del que hubiera sido uno de los peores enfrentamientos de la Edad Media, entre dos pasos pesados tan vanidosos como insensatos.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net