Hay tradiciones que por suerte han desaparecido, como la que voy a contarles. Andaba investigando entre ejemplares históricos del Diario de Córdoba cuando un artículo del mítico Ricardo de Montis llamó poderosamente mi atención. Hablaba sobre una macabra costumbre que tenían nuestros antepasados en el siglo XIX, que cuando sufrían la muerte de un niño, entendían que debían celebrarse con una fiesta. Las vecinas se encargaban de acudir a la vivienda donde acababa de producirse la desgracia para barrer la entrada, quitar el polvo y arreglar las macetas del patio, mientras la madre lloraba desconsolada. Acto seguido buscaban la habitación más amplia y luminosa de la vivienda, y en ella montaban la capilla ardiente. En su centro colocaban una mesa con el pequeño ataúd, donde introducían el cuerpecito del ángel con un vestidito blanco, sobre un lecho de jazmines y azahar. El resto del mobiliario se llenaba de vasos con velas encendidas.

En cuanto anochecía, la desconsolada madre se colocaba en un rincón del patio, y la casa se llenaba de gente. Todos al entrar se paraban unos instantes a contemplar el cadáver, para después buscar a la progenitora y pronunciar una frase hecha muy popular en estos casos: «Angelitos al cielo y ropita al arca». Luego se unían al baile que ya habrían iniciado los más jóvenes con sus guitarras y bandurrias. Algún hombre destacado de la sociedad era el responsable de tomar la mano de la dolorida madre e invitarla a bailar polka, chotis o habaneras, aunque su cuerpo se encontrase atenazado por el más terrible de los sufrimientos. En los descansos, una linda muchacha entusiasmaba a los asistentes con sevillanas, y al concluir su danza, caía a sus pies una lluvia de sombreros cordobeses. Tampoco solía faltar un mozo que entonase unas soleares, tan sentidas que seguramente serían las únicas notas que encajaban con el triste escenario. Y así pasaban toda la madrugada hasta que, con los primeros rayos de la mañana, la casa se despejaba de invitados y la madre al fin podía dar rienda suelta a su dolor. Solo entonces podía deshacerse en llanto y lanzar gemidos tan amargos como para estremecer a los serenos. Esta tradición comenzó a erradicarse en Córdoba a partir del año 1870, cuando la madre de un niño muerto en la calle Moriscos, durante uno de estos insólitos velatorios, cayó fulminada en los brazos de su pareja de baile. Los médicos señalaron como causa de la muerte un aneurisma, ya que la ciencia no contempla la posibilidad de «morirse de pena».

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net