Esta ya es la última entrega de los Pedroches. La historia es sencilla. Tenemos un amigo, Francis, que a los 32 años le ha dado por volver a jugar al fútbol. Él era muy bueno de chico, estaba en el Deportivo Córdoba y aún guarda en su casa algunos trofeos que atestiguan que fue el máximo goleador de su equipo varias temporadas; era pequeño y rápido y su posición, extremo derecho, le permitía levantar el polvo de los campos de tierra con sus increíbles esprines, sobre todo en El Carmen, donde actuaban como locales; eran los años 90. El chico prometía, pero al cumplir los 18 lo dejó y se fue a Sevilla a estudiar Psicología.

Ahora, con dos mellizos a punto de nacer, trabajo de casi 40 horas semanales, pareja e hipoteca, parece que quiere volver a sentirse futbolista, así que se ha apuntado al equipo del pueblo de su mujer, el Cardeña.

Debe hacer 90 kilómetros para ir a entrenarse, compite con chavalines adolescentes que se lo comen y, para colmo, están en la última categoría, pero bueno, como está ilusionado, sacrifica los domingos para pegarse palizas en coche recorriendo el norte de la provincia.

Nosotros le insistimos en que lo deje, que es mejor y más sano que se venga por la sierra con la bicicleta, que así verá a sus amigos, que así evitará lesionarse, que ya no está para pelearse con nenes a los que casi dobla en edad, pero él sigue, ajeno a nuestros consejos, obviando que un día se tuerce el tobillo, otro tiene un problema en los abductores, otro recibe un golpe que le deja el muslo tres días inflamado... Ahí sigue, con su macuto a cuestas.

Resulta que, contra todo pronóstico, están haciendo un buen año y van segundos, pueden ascender, así que decidimos ir a verlo a un partido, el derbi contra el Villanueva.

Él dice que tampoco es que nosotros estemos bien porque pretendemos llegar en bicicleta, en vez de usar el coche. Salimos el día de antes, paramos en un supermercado de Alcolea para comprar pan y conservas, atravesamos los pantanos de Navallana y Guadalmellato, por una carretera que ya está perdiendo hasta el asfalto, comemos y nos bañamos, aunque estamos en marzo, porque hace un sol muy agradable; más tarde empezamos a odiarlo, cuando nos quedamos sin agua, se me vela parte del carrete, no aparece nadie para darnos bebida, el pueblo más cercano está a 21 kilómetros, comenzamos a desesperarnos, hasta que por fin aparece un coche, lo paramos, le contamos que estamos muertos de sed y saca del maletero una botella de agua caliente.

-- Nos vale.

Hacemos noche en Obejo, desayunamos plácidamente en el bar de nuestro amigo Alfonso y llegamos al campo del Villanueva, rodeado de dehesa, un cementerio y casas con placas solares, una hora antes del partido. Nos encontramos a Pedro, el encargado de la limpieza, que cobra 600 euros y descansa los lunes por la tarde y los martes. El árbitro se llama Pedro José y tiene 20 años. Cada club ha de pagar 136 euros por el arbitraje. Si una empresa quiere poner una valla de publicidad, bastará con que desembolse 125 euros al año.

Supongo que os da igual el resultado, yo ni me acuerdo, pero sí que acabó con cinco expulsados, con la policía y la guardia civil en el campo y con el árbitro y sus dos asistentes encerrados en el vestuario, muertos de miedo.

Volvimos a verlo un partido más, el último de la temporada. Si ganaban, ascendían. Les empataron en el tiempo de descuento. Había tarta y chocolate en las gradas.

Mi amigo aguantó un año más. Dice que solo por si había que cubrir un hueco en algún partido, pero que ya apenas jugó. Se unió a nuestros paseos dominicales en bicicleta, pero pronto lo perdimos.

- ¿Lo echas de menos?

No responde.