Se lo dije a Pepe y esta vez no había nada que negociar. Era la primera vez que empezábamos un viaje sin saber dónde acamparíamos esa noche. Ni ninguna.

País Vasco. 8 de julio del 2019.

Lluvia. Foto de salida en el parking de Durango. Fotos estúpidas que años después provocarán carcajadas. El puerto de Urkiola es corto pero temible. En la cima hay un monasterio cubierto de niebla y un pequeño monumento al que si le das tres vueltas dejas de estar soltero.

Lo pensamos.

Barajamos rápidamente ventajas e inconvenientes. ¿Haríamos tantos viajes si no estuviéramos solos? Somos conscientes de que nos acercan a mucha gente, pero a la vez nos alejan de otras.

Pepe da las tres vueltas, yo me salgo en la segunda.

Atravesar Mondragón es un infierno. Camiones, autobuses, motos, caravanas... Es importante saber asimilar los momentos críticos y no desesperar ni reprochar nada a tu compañero.

Se acaban olvidando.

Encendemos el camping gas debajo de un árbol de Oñate, cubiertos de la lluvia, fina pero incesante. Compramos unas cervezas que ni siquiera apetecen. Nos dicen que paremos, que viene un puerto y tormenta.

Es muy raro que algo nos detenga.

24 kilómetros después, tras pasar por Ceráin y volver a descartar la parada porque el bar está cerrado, aparece Mutiloa. No tiene nada. Y el bar tampoco está abierto. Pero ya no hay más luz. Paramos obligados. La vida es muy caprichosa. Pienso entonces la cantidad de personas que nos perdemos cada vez que pasamos de largo por un pueblo.

Montamos la tienda de campaña junto a la iglesia, no hay nada más que hacer, aún es demasiado pronto para preparar la cena, así que vamos a la grada del frontón a ver cómo unos chavales pegan pelotazos. Así entramos de verdad en Mutiloa, con la conversación más absurda. Xabi, que está de baja en su trabajo, tampoco tiene nada que hacer porque en aquel pueblo, a aquella hora, con ese tiempo y sin bar, solo hay una opción: la sociedad Txerri Gorri Elkartea. Es típico en el País Vasco que los amigos tengan un gran local con cocina, despensa y frigoríficos.

Empieza a entrar gente: Joseba, Eñaut, Adei, Unax, Ekhi, Axier y por último Iñaki, 52 años, alcalde desde hace 16, concejal desde los 30. Dos décadas reuniéndose cada miércoles en el ayuntamiento, salvo agosto. Había asegurado que la anterior legislatura sería la última, pero nadie quiere presentarse. Ahora tiene otro sueño: hacer del caserón en el que vive, en lo alto del pueblo, una casa rural.

Reconoce que lo más difícil de ser alcalde es que la gente se cree que eres alcalde 24 horas. «Y hasta cuando te estás tomando una copa te comentan algo». Ha conseguido revitalizar las fiestas. «Ya vienen hasta 25 sidrerías diferentes». Lamenta que no haya tienda de alimentación. En su día había hasta cuatro sitios para comprar. Tampoco escuela. Cerró hace 47 años, cuando él tenía cinco. Es independiente, no pertenece a ningún partido. No cobra por ser alcalde. Vive solo. Insiste en que durmamos en su casa. Se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar a Mondragón, donde gestiona planes lingüísticos de euskera.

Cuando nos despertamos, cerca de las diez, la casa está en silencio, y el pueblo también; abrimos la ventana, chispea. La mesa de la cocina está llena. Hay una nota: «Buenos días, Jose, Pepe. Podéis tomar lo que queráis, café recién hecho, fruta, yogures y leche en el frigo. Alguna infusión. Como en casa». Encendemos la televisión, ponemos las noticias y nos deleitamos con el desayuno, como si fuese un día festivo. No queremos irnos de Mutiloa.

Han pasado dos meses y la nota sigue en mi cuaderno y el número de Iñaki en mi teléfono. De vez en cuando me escribe y me cuenta qué se ha cocido en el pleno de los miércoles o cómo lo han pasado en alguna romería local.