Hoy cumplo dos semanas pedaleando; nunca había estado tantos días encima de la bicicleta. La vida que quiero.

Toño prepara la nata mientras Charo está con la masa. Los dos toman descafeinado, como yo. No miro perfiles ni kilómetros, tampoco destino. Nada me condiciona en este viaje. Hay momentos que no avanzo y otros que no paro. Todos los decido yo. ¿Podré seguir escogiendo siempre con esta libertad?

Charo y Toño salen a la puerta a despedirme. Ella mete en mis alforjas una bolsa. Toma, más tortitas. Añade dos piezas de fruta. El encuentro ha salvado mi travesía por la interminable y monótona meseta leonesa. Las rectas son una fábrica de pensamientos. No tomo fotos, ni siquiera con el móvil. Me paro por agotamiento, tras 70 kilómetros seguidos. Esto también es el viaje, saber estar conmigo y nada más. Saber esperar. Lo novedoso de un trayecto tan largo es que no anhelo estímulos continuamente, a veces hasta los evito, pero al final todo suma.

De forma inesperada encuentro un lugar fantástico en Mansilla de las Mulas, un gran merendero junto al río Esla. Relleno las tortitas de Charo con queso y tomate mientras observo cómo una familia joven se instala en otra mesa. Tienen cuatro bicicletas. Me pregunto si yo podría estar como ellos, si sería capaz de equilibrarme con novia e hijos.

Los hijos no tienen por qué cambiarte la vida, te cambian el ritmo. La voz de Iratxe suena convincente. David me sirve una cerveza. Están haciendo el camino de Santiago con sus hijas, Nora y Lide. Salieron de Burgos hace cuatro días y recorren unos treinta kilómetros al día. Al llegar al destino, David regresa en su bicicleta a por la furgoneta, donde pasan la noche tras una relajada tarde. David no quiere renunciar a nada. A Iraxte no le gusta mucho la bici, pero disfruta viendo cómo sus hijas cantan durante el trayecto.

Las niñas escriben un diario al finalizar cada etapa. Además, tienen que pedir la acreditación en cada punto de paso, explicar de dónde vienen y qué están haciendo. Por la noche analizan los perfiles del día siguiente, emocionadas, sintiéndose protagonistas del viaje. Tienen nueve y doce años y una agilidad tremenda con sus bicis de montaña, como demuestran los vídeos que me enseñan.

Me meto en el río, aunque el sol ya no abrasa. Sin darme cuenta, hace días que cambié de estación. Hay nubes. No sé adónde quiero llegar.

El reloj marca 108 kilómetros. Me paro en las afueras de Lugán, en una casa próxima a la carretera. Un hombre se esmera en su huerto. Disculpe, ¿en el pueblo hay bar? No sé, me contesta de forma aséptica. Hace años que no voy al pueblo. Solo estoy buscando un sitio para pasar la noche. ¿Por qué has parado aquí? No sé qué contestar. Aquí no hay hoteles. Me vale un césped para echar el saco. Ahí tienes mi huerta. Junto a ella hay un canalón helado que aprovecho para ducharme. ¡Cómo me puede sentar tan bien el agua fría!

Duele pero apetece. Lo prolongo. No dejo una sola parte de mi cuerpo seca. Tirito, desnudo, limpio, pletórico. Sentir el calor de la sudadera es el mayor de los cobijos. El aftersun señala el final del día.

¿Qué haces? Hervir agua para la cena. Yo te lo hago. Espera que termine de plantar unas lechugas. Sal, aceite y pimentón. Me relata su vida en la cocina mientras devoro los fideos, casi sin hablar. Puedes colocar el saco debajo del cerezo. Ocho gatos merodean por el jardín. Le preocupa que pase frío durante la noche. La radio anuncia 16 grados. ¿No te puedes tapar más la cabeza? Te voy a dejar la luz del porche un rato encendida. Le doy las gracias, aunque ni le he preguntado el nombre.