Hay que admitir que a veces uno se equivoca. No me machaco por los errores, aunque me cuesta olvidarme de ellos. Este me va a pesar todo el día. Debí aceptar la invitación de Macu para desayunar en su casa. No lo hice por no subir una cuesta de adoquines de 400 metros. A veces no me entiendo. Llevo casi 700 kilómetros en las piernas y 400 metros me disuaden. A cambio, me ofrecen en el bar un mazacote de pan con medio tomate sin cortar ni exprimir. Tres euros.

Cambio de libro. Lo mucho que te amé, Eduardo Sacheri. Soy el resultado de todos los años que llevo vividos. El año que decidí que la bicicleta también era para el invierno marché hacia Las Hurdes, al norte de Cáceres. Me llevó once días. No estoy atravesando los mismos lugares de entonces, pero los meandros de los ríos son inconfundibles y el recuerdo de aquella primera aventura alimenta mis deseos de no parar. Y el verde tan denso de los montes.

Paso la tarde en Riomalo de Abajo, donde un hombre me anima a que atraviese la poza con la bicicleta porque asegura que no cubre, y otro insiste en que el puerto de Las Batuecas, que voy a ascender por la tarde, es más duro que La Covatilla. He aprendido a detectar cuándo no hacerle caso a la gente.

Tienes que ir al Meandro Melero. No puedo pararme en todos los sitios. Son solo tres kilómetros. ¿Llano? Subida. No sé, voy justo de tiempo. Tranquilo, vas bien. Me lo dice una mujer que no ha cogido una bici en su vida. Y ten cuidado arriba, que hay jabalíes. Voy al dichoso meandro, y está bien, una bonita postal, pero la señora ha sobrevalorado mi ritmo y empiezo la ascensión a Las Batuecas demasiado tarde.

El puerto son 14 kilómetros de puro ostracismo y deleite. No soy nada espiritual, pero en momentos así, subiendo por una carretera rugosa, estrecha, con la superposición de montañas y el sol cayendo entre los árboles, te sientes muy integrado en el paisaje, y tengo que contenerme para no fulminar el carrete, porque nada de lo que capte se parecerá a lo que estoy viviendo, y debería acelerar porque se está haciendo de noche, pero me resisto, y llego a la cima pasadas las nueve y media sin encontrarme a una sola persona, y así será hasta que veo a un ciclista al que le quedan 30 kilómetros para llegar a su casa, y entonces pienso que aún hay gente más inconsciente, y no sé por qué me reconforta.

Preparo la cena rápido y cometo el error de hacer una videollamada con mi madre, que no puede evitar fijarse en las amenazantes nubes que me cubren, y me pide que baje al primer pueblo a pasar la noche, y no sé si lo dice realmente convencida o como el que fantasea con una utopía. Empiezan a caer algunas gotas. Le pido perdón y monto la tienda. Detrás de los arbustos noto un extraño ruido.