¿Estás feliz? Esto es una fantasía. No me canso porque ya pierdo hasta la noción de los días, me cuesta ubicar si es lunes o sábado, no llevo la cuenta de los kilómetros. Ya no parecen unas vacaciones, sino mi vida, mi rutina, mi casa a cuestas en una bici.

No suelo poner música cuando corono un puerto, absolutamente nada, solo el silencio y los animales que quieran manifestarse. Pero hoy, en el alto de la Covadiella, mi primera noche en Asturias, junto a la entrada de una antigua mina, tras una etapa plagada de pueblos cuyos carteles anuncian el número de habitantes que quedan, grito la canción de Víctor Manuel. ¡Asturias verde de monte y negra de minerales! No me sale cantarla en voz baja, tengo que aullar, y lo hago mirando a un cielo completamente estrellado, con una diminuta luz blanca que destaca entre todas. Me siento la única persona del planeta.

¿Has visto a un toro? No, ¿por qué? Nada, que se me ha escapado. Lo dice despreocupado, como quien pierde al gato. Pues tenía pensado quedarme por aquí, le comento, esperando una respuesta que me calme. ¿Aquí? Ven, hombre. Me conduce por un camino hasta situarme entre dos valles, uno plagado de luces, el otro lleno de sombras. Aparecerán algunas vacas, me avisa. ¿Señor, y el toro? De madrugada solo escucho los ladridos lejanos de un perro.

Amanezco a las siete y cuarenta y cinco con un mar de nubes, la tienda mojada, el té calienta mis manos. Sé que es mi último despertar entre montañas y doy vueltas sin parar, breves paseos con la tostada en la boca, no me puedo quedar quieto, como si quisiera memorizar cada hueco del monte, llevarme un trozo en las zapatillas, grabarlo en la suela, en mi memoria. Sale el sol. El té se me queda frío.

Ahora recuerdo mi primera noche en una cima, en el puerto de Serranillos, y parece que haya transcurrido una eternidad, no podría ni enumerar las ascensiones en orden, se mezclan días y subidas. Y sí, aquella primera es la que más marca, pero la última, rodeado de vacas y la estatua de unos mineros, será de la que viva el resto del viaje, cuando llegue al mar y añore algo de altura.

Desciendo a Oviedo, donde me espera Pepe, que me acompañará en los últimos episodios del viaje. Llevo 18 días solo, improvisando, conectando con paisajes y lugares, parando donde me apetece, sin dar explicaciones, sin justificar nada, fotografiando a mi antojo, y reconozco que me asusta un poco perder esa libertad total, sin condiciones, sin miedo al fallo ni al frío. Ahora que me he acostumbrado a la vulnerabilidad, no quiero sentirme protegido.

Es medianoche. Me duermo frente al Cantábrico. Las olas me parecen escandalosas.