Dime un lugar al que te dé miedo volver. Pero que tengas infinitas ganas de hacerlo. Uno desconoce cómo va a reaccionar.

Poco a poco fui superando lugares felices: las vacaciones con tu primer amor, los nervios por encontrar un hostal decente con desayuno incluido; el primer verano con tus amigos del barrio, cuando no tenían que negociar con sus parejas para poder escaparse siete días al año; tú solo, el temor a un pinchazo, el desconocimiento. ¿Sabes en lo que te vas a convertir?

Había dibujado un mapa de corazones rotos, botellines de cerveza helada y frenazos. Quedaba por volver a la Sierra de Francia, quizá el último gran viaje unidos.

Hoy, ocho y treinta de la mañana, asciendo la Peña de Francia con la impresión de no haber estado aquí. Intenta describir un recuerdo. ¿Eran once kilómetros? Las montañas no son las mismas en coche que en bici. Destellos. ¿Varía el pasado con el tiempo?

Nuria me ofrece todos los enchufes de su bar, donde paso hora y media con un descafeinado y dos pinchos de tortilla, en la plaza de San Martín de Castañar. Amo la lentitud de los días.

María me invita al picnic de su familia en una poza del río Francia, cerca de Las Casas del Conde. Antolín se sorprende de que su mujer haya metido la silla en la orilla. Es raro porque si le llega el agua a los tobillos, se ahoga. ¡Tengo la foto del viaje! Al revelar compruebo que no tengo nada, solo una imagen movida por no medir bien la luz. De nuevo las grandes expectativas se transforman en batacazos. Sin embargo, sonrío ante un sencillo retrato de familia del que no esperaba nada.

Elijo esta vida que tengo antes que cualquier otra, dice la protagonista del libro de Sacheri. Subrayo la frase, doblo la esquina de la hoja y escribo un comentario. Son las doce y cuarenta y dos de la noche. La terraza del bar Navarro, en Valero, parece propia para ese grupo de parejas madrileñas que apura la última copa del viernes en su pueblo. ¿Y por qué he parado aquí? Solo porque me encontré a una mujer que le leía en voz alta a su marido. Los caprichos.

Tras cuatro días durmiendo en la montaña, vuelvo a la tierra. Camino por las calles en busca de un lugar apetecible donde dormir, pero nada me atrae. No puedo buscar las estrellas cada noche. Abro el saco en el patio trasero de la parroquia, rodeado de plantas. Una salamanquesa sube veloz por la pared. Creo que no me hará falta antimosquitos. Varias flores moradas caen a mi cabeza. Me despierta una vecina.