Por favor, que se preparen Amparo Rodríguez Salgado; Ángel Lacalle Illana; los padres de Laura Fauste, Nerea Mesalles Cazorla y María Victoria Fuertes Rodríguez; los tíos de Teresa Castilla i Castilla; la madre de Jesús Sánchez Ajofrín Reverte; el padre de Vicente Laborda Margolles y Carmen, la mamá de Núria Cucurull. Diríjanse todos a la puerta de farolillos para recoger sus cartas.

En un paso, los zapatos se mancharon de tierra. También de purpurina y restos de cintas de colores que colgaban del entoldado. En la plaza de los amores reencontrados, la música sonaba según la preferencia de cada uno y se enredaba con las risas y la alegría por los abrazos retomados. Y no importaba que algunos de los presentes aún no estuvieran invitados al baile ni que otros hubieran llegado hace mucho. En ese lugar, en ese no tiempo, nada era extraño. Tampoco esos cuerpos que danzaban sin apenas tocar el suelo, de tan livianos que eran sus movimientos.

Llegó la madrugada, y la mujer subió al escenario. En sus manos, unos folios escritos con tinta iridiscente y un violín. La melodía, la más bella nunca oída. Las parejas bailaban acompasadas. Los pasos trazaban hipnóticos dibujos simétricos, el sueño de un calidoscopio. Hasta el viento acompañaba, despertando marejada suave en cabellos, camisas y vestidos. Aún no se sabe qué ocurrió. Alguien dijo que la culpa fue de una hilera de hormigas que subió por el atril. Quizá fue eso, una línea más en el pentagrama. Una inesperada, nerviosa y movediza sexta línea que ocasionó el caos.

Las notas se alborotaron. El fa y el mi se separaron, el si y do se extraviaron y un re lloraba desconsolado frente a la clave de sol. No había rastro del la. Todo estaba confundido. La violinista no pudo continuar. Impotente, vio como las notas se desprendían de las líneas. Agolpadas en el fondo blanco de los surcos. Sin el orden que les permitía el lucimiento, enmudecieron. Habían perdido todo aliciente para seguir siendo notas. También el pentagrama andaba alicaído. Un viejo tendedero inservible.

El baile calló en la plaza que ya era la plaza del silencio. La imagen del calidoscopio se fraccionó. Y un rumor de confusión aleteó en el aire. Solo una pareja siguió su danza. Ajena a lo que ocurría a su alrededor. Los párpados, cerrados. También los oídos. Los pasos, perfectamente sincronizados. Y en las manos entrelazadas, un destello de colores. Son las cartas, dijo un hombre que se aproximó a mirarlos. Las cartas de la puerta de farolillos. Inmediatamente, todos sacaron las suyas de sus bolsillos e imitaron a la pareja. Cerrados los párpados, y los oídos. Bailaban, sí, bailaban. Y era bueno para ellos, pero la música se quedaba atrapada en sus cuerpos. No llenaba la plaza ni corría calle abajo ni trepaba por los tejados hasta perderse en el cielo. Era una música que servía poco, de tan callada que era, de tan solitaria.

La violinista miraba el silencio, y su partitura desorientada. Y supo que, si no encontraba el modo de ordenarla, quizá la música se perdería para siempre. Ella no tenía carta. Ni de tinta ni de agua y sal. Solo estaba de paso, era una forastera en la plaza. Sentada en la punta del escenario, dejó colgar sus pies, hasta rozar la tierra. Ella también cerró los ojos, para no perderse en un baile que no entendía. Entonces la sintió. Era muy tenue, una vibración casi imperceptible. Se deslizó hasta el suelo y apoyó sus dos manos. Sí, era el ritmo de los pasos.

Tenía dudas, pero necesitaba intentarlo. Además, los bailarines cada vez estaban más dispersos. Pudo pillar a una pareja justo antes de que se adentrara en el laberinto. Otros ya estaban a punto de hundir los pies en el estanque. Aunque seguían con los ojos cerrados, se dejaron hacer, mecidos por su propia melodía. Fue enlazando unas manos con otras, siempre con las cartas entre los dedos. Siempre las cartas. Una sardana. O una culebra amable. Y, unida al principio y al final de la cadena, la partitura.

Con la suma de las melodías particulares, el pentagrama empezó a reaccionar. Las cinco líneas recuperaron su tensor habitual. Las notas se desperezaron. Las corcheas, fusas y semifusas, gracias a sus ganchos, consiguieron auparse. Ya asentadas, ayudaron al resto. Costó aupar a las redondas, sin palo ni corchetes. Pero, al fin, todas se colocaron. La violinista se apresuró a tomar su violín. Las primeras notas aún sonaron trémulas. Pero en el tercer compás, la música se ordenó. Y se abrieron los párpados, y los oídos, y ya la plaza volvió a ser el sueño de un calidoscopio.

Mañana, quinto capítulo: 'El latido'.