Siempre faltó algo para que se redondeara una tarde en la que los ingredientes del guiso no podían ser más ilusionantes: una terna de jóvenes espadas en edad de apretar y de merecer, una corrida de bellas hechuras y con posibilidades ciertas y un escenario tan idóneo como el dorado albero de la Maestranza. Pero, fuera por uno u otro matiz, la cuestión es que el balance final de la tarde se redujo a esa solitaria oreja que le cortó José Garrido a un toro que, en una faena más compacta, tal vez podía haber sido doble.

El cuarto de la tarde fue un toro serio y cuajado, no paró de repetir sus embestidas desde que asomó al ruedo, más entregadas en los primeros tercios que en el último, donde, sin dejar de acudir al galope a todos los cites, se abría un tanto de las suertes, lo que facilitaba más las cosas a su lidiador. Garrido comenzó toreándolo de rodillas, con ayudados por alto, en un trasteo donde casi siempre acompañó esas constantes embestidas abiertas, sin forzar demasiado al animal pero también por eso con un punto de ligereza que le restaba poso a su labor. Mejor, por más pausados y recreados, fueron los remates de las series, los adornos, los trincherazos y demás complementos de una faena a la que, en puridad, le faltó una mayor contundencia. Tanto es así que la oreja que cortó el extremeño y la ovación que se llevó el toro en el arrastre equilibraron la valoración de los méritos.

El toledano Álvaro Lorenzo, con un crespón negro en el vestido blanco y plata que lució como público homenaje al fallecido Palomo Linares, se encontró con un segundo toro que amenazó rajarse en banderillas, aunque luego se mantuvo en la pelea con transmisión y claridad por el pitón derecho. Lorenzo le hizo a éste una faena con momentos estimables, más por el asiento que por el nivel de mando de los muletazos, pero acabó devaluándola finalmente con dos defectuosísimas estocadas. Más mérito tuvo, por el contrario, su labor con el quinto, el peor de la corrida, al que aguantó, sin alardes pero con una tremenda seguridad, sus cortas, secas y violentas arrancadas, por mucho que sus méritos no llegaran a transmitirse al tendido.

También Ginés Marín se encontró con toros con ciertas opciones... siempre y cuando se les aplicara una lidia precisa que resolviera sus carencias. El defecto del tercero fue protestar con un punto de genio cuando no iba bien embarcado, mientras que el del sexto, que tuvo voluntad de bravo, fue una constante descoordinación de movimientos que exigía pulso y suavidad para equilibrarlos. Lo más brillante de su lidia fue la estocada con que tumbó a su primero, de perfecta ejecución.