La corrida de ayer en La Maestranza transcurrió demasiado lenta, como una larga siesta con que recobrar las energías de una larga noche de feria y casetas. Dos horas y tres cuartos duró, concretamente, el «espectáculo», que comenzó ya con un cielo encapotado que parecía amortiguar el de por sí moroso ambiente del tramo final de la fiesta. Pero, más exactamente, fue la falta de bríos y de emoción de los preciosos pero desfondados toros de Juan Pedro Domecq lo que adentró la tarde en una dinámica arrastrada y lenta, mientras los toreros especulaban con las pausas y los tiempos para sacarles un mínimo de partido. Enrique Ponce, por ejemplo, se movió por el albero con una impostada parsimonia, alardeando despacio de su maestría frente a un lote con el que se enfrascó en sendos trabajos de largo metraje, pero de los que sacó muy poco en claro. Ni con el primero, cansino y vacío de raza, ni el cuarto, que tuvo tanta nobleza como nula emoción, logró Ponce más que medios muletazos habilidosos y envueltos en una liviana estética.

La lentitud de las faenas de José María Manzanares se debió, como es habitual en el alicantino, a las pausas, a los extendidos paseos y respiros fuera de la cara del toro que ayer también se dio entre serie y serie de muletazos.

Pero gracias a ello fue como consiguió Manzanares que el segundo de los «juanpedros» durase bastante más, y con más energía, que sus hermanos y pudiera mostrar así esa calidad que los demás no llegaron a desarrollar.Sobre esa base el torero de dinastía compuso una faena de buen nivel, templada y medida, sin romperse ni romper al animal, con fases de buen gusto y otras de cierta superficialidad, pero suficientes para que se premiara con el único trofeo de la tarde. Y, sobre todo, porque fue mucho más concreta que su trabajo a menos con el quinto.

En cambio, la lentitud en la actuación de Ginés Marín no estuvo en lo accesorio ni en lo periférico sino en el meollo de la faena: en el reposo con que se asentó, citó y se trajo toreado al tercer toro y, también, al primero de Manzanares, al que, como luego saludó al suyo, hizo, mecido y entregado, el mejor toreo a la verónica de lo que va de feria. Tanto con el capote como con la muleta, el joven Marín les echó al hocico, muy despaciosamente, los vuelos de la tela para llevar a ambos prendidos en un trazo también ralentizado y recreado. Pero a ese tercer de la tarde, que derribó espectacularmente en varas y cuya muerte brindó Marín al futbolista Sergio Ramos, le faltó el empuje suficiente para que ese toreo de pureza y calidad del extremeño, siempre basado estricta y honestamente en lo fundamental, llegara al tendido con mayor fuerza.

Lo intentó también así con el segundo sobrero, después de que la tarde se demorara más todavía con la vuelta a corrales de dos inválidos, pero la negativa actitud del animal, soltando tornillazos a poco que se le exigiera, obligó a Marín a acelerar, por fin, el final de tan dilatada tarde.