La terna de toreros que hizo ayer el paseíllo en la Maestranza de Sevilla se mostró, en distinta forma y fondo, muy por encima del desrazado y deslucido comportamiento de la corrida del hierro de García Jiménez, propiedad del apoderado y empresario Antonio García Matilla.

Cuando los toros no ponen de su parte, han de ponerlo los toreros. Este viejo axioma del toreo se verificó una tarde más en Sevilla, donde la corrida salmantina pecó precisamente de falta de poder y de raza. Con varios toros rajándose descaradamente hacia la querencia de mansos de la puerta de chiqueros y otros manteniéndose a regañadientes en la pelea, la terna tuvo que poner una sobredosis de entrega que les ayudara a remar contra la escasa colaboración de sus lotes.

Claro que cada uno lo hizo a su manera. Y la de Morante de la Puebla fue la más sabrosa, porque el artista sevillano ocultó la técnica y la estrategia lidiadora bajo el manto de la belleza formal, como un perfecto prestidigitador que no dejara ver el entremado de su magia. Si con su rajado y afligido primero no pudo sacar más que unas lánguidas y dormidas verónicas de salida, con el cuarto se decidió Morante a echar el resto, primero para disuadirle de sus ganas de huir, con el seco mando de dos series de derechazos, y después para dar contenido a las cortas e insulsas acometidas de un animal desganado. Así que, con una técnica tapada por su prodigiosa facilidad en el manejo de los trastos, el sevillano le ayudó a embestir citándole con la muleta retrasada y a media altura, pero acompañando cada insulso viaje del animal con su flexible cintura y la honda expresión de su pecho entregado a la causa. De esta forma fue armando una en principio impensable faena, que además salpicó de aromas sevillanos en los cambios de mano, en los muletazos al paso y en detalles de torería añeja que adornaron la básica estructura del trasteo. Sólo la falta de contundencia con la espada le impidió cortar un trofeo.

La fórmula de sobreponerse al pobre juego de su lote que empleó el sevillano Javier Jiménez se basó, por su parte, en el temple y en un oficio de torero cuajado e impropio de diestro tan joven. La suavidad, la paciencia y la idónea aplicación de las distancias en los cites le ayudaron a sacar adelante una faena en la que Jiménez, pese a las pocas facilidades del toro, nunca perdió la fe en sí mismo, incluso ligándole series de seis y siete muletazos al final del largo y meritorio empeño. Con el sexto, descompensado de riñones, tardo y rajado, ya se le vio menos lúcido y lucido.

En cambio, Miguel Ángel Perera optó por la cantidad, por darse a dos largos y machacones trabajos, en el más amplio sentido de la palabra, igual con el viejuno y avacado segundo, que huyó enseguida a los terrenos de sol, que con el manejable pero soso quinto. Fue con este con el que brilló en un buen quite por gaoneras, antes de que se dilatara en un muleteo destajista y monótono, donde nunca fluyeron ni las embestidas ni el toreo, finalizado con su habitual recurso del parón en la corta distancia, con el toro ya prácticamente agotado.

En la web diariocordoba.com publicamos la crónica de la corrida goyesca celebrada ayer en la plaza de Las Ventas.