Manda Extremadura. Y en concreto Badajoz. El actual escalafón de matadores está dominado, en cantidad y calidad, por toreros nacidos en aquella tierra, tres de los cuales, que fueron también tres de los más destacados de San Isidro, coparon los tres puestos de la corrida de ayer en los Sanfermines. Para hacer buena esta afirmación, los tres la confirmaron y ratificaron protagonizando toda una lección de buen toreo, temple y capacidad lidiadora, ante una corrida de Núñez del Cuvillo que no puso fáciles las cosas, sino que, por sus defectos, exigió un añadido de técnica y precisión para sacar sus virtudes. En ese sentido, Talavante y Ferrera pueden considerarse como los autores del mejor toreo de la feria, a expensas de lo que suceda en el cierre con la de Miura, por mucho que su balance estadístico se equipare al de otros toreros que no han llegado ni de lejos al alto nivel de sus faenas.

Por orden de lidia, la actuación de Antonio Ferrera fue todo un recital de naturalidad, reposo y sentido de la lidia, para sacar partido de un primer toro tan alto de agujas como endeble, y al que no solo sostuvo y equilibró sino al que además sacó muletazos impensables jugando perfectamente con las alturas del engaño. Como suele suceder en los primeros toros en esta plaza, desde los tendidos no se le jaleó lo suficiente todo lo bueno que hizo el extremeño, y menos aún, con la gente ocupada en la merienda, la primera parte de la que sería su brillante faena al quinto.

Pero sucedió que a ese toro, aparentemente afligido en los primeros tercios, Ferrera le acabó por sacar una de las mejores faenas del abono, ya desde que comenzó también a centrar las miradas del tendido en un buen tercio de banderillas cerrado con un soberbio par al quiebro al hilo de las tablas. Fue con la muleta cuando llegó la parte más meritoria de su actuación, dando ventajas y ayudando a romper a embestir al de Cuvillo en una faena en la que fueron tan importantes los tiempos y las distancias como el temple con que atemperó las rebrincadas embestidas, asentando y entregado siempre de plantas y de figura. Tras tal alarde de seguridad y torería, pinchó Ferrera en la suerte de recibir, y aún marró por dos veces al descabellar, justo cuando, en un descuido, el toro le prendió de fea manera por la pantorrilla, al parecer sin mayores consecuencias.

La única oreja que se concedió fue la del primero toro de Talavante, un astado de aparatosa cornamenta al que el pacense le cuajó un puñado de hondísimos naturales a base de tirar con aguante y temple de unas arrancadas ásperas, evitando con una asombrosa facilidad que los pitones alcanzaran una sola vez la tela a pesar de los constantes cabezazos. Y mejor si cabe fue su trasteo con el quinto, un animal sin celo ni clase en los primeros tercios pero al que también enseñó a embestir Talavante usando la fórmula universal de la suavidad y el valor sordo, dejándole ante los ojos los vuelos de una muleta, para construir una faena insospechada solo cinco minutos antes. Pero los únicos desaciertos, los de la espada, le cerraron la que hubiera sido la salida a hombros más merecida de todos los Sanfermines.

Quien no brilló tanto, aunque no desentonó de sus maestros extremeños, fue Ginés Marín, que sustituyó al peruano Roca Rey tras su triunfo de la tarde anterior y tuvo el peor lote, con diferencia, de la corrida de Cuvillo. Si el primero se puso pronto a la defensiva, soltando secos tornillazos en sus medias arrancadas, el sexto, con aspecto de toro de casta navarra, se rajó ya en varas y no se empleó apenas en la pelea por mucho que se moviera. Marín le puso empeño a ambos, con tranquilidad y buen oficio, para hacer que sus defectos no fueran a más, que ya era mérito.