Observaba junto a taquillas, con una cola considerable que auguraba una buena entrada, la llegada de tres futuros espectadores. Aún olían a Uranga o Choni. Les delataba la nube de albero que levantaban a cada pisada, pero más llamativo resultó observarles la trasera. En los bolsillos de los vaqueros pude contar hasta seis puros. Serán los de hoy y los de mañana, pensé, acordándome de que a mi padre uno le duraba una tarde completa. Pero es que vamos a los toros, el único momento del año -boda aparte- en el que algunos catan una tagarnina para «hacer lo que toca» y se la ponen en la boca como si fueran Montecristos del número cuatro. Son algunas de esas cosas incomprensibles que se ven de año en año en Los Califas. Y cada vez hay más. Cosas incomprensibles, quiero decir. Al final, la entrada se quedó en media plaza y, puede que sea por la mirada distante, pero la sensación es que el postureo avanza en la misma proporción en la que la afición ha menguado. Más que ganas de toros hay ganas de decir: «He estado en los toros». Lo de abajo no importa, siempre que se tenga el combinado en una mano y el puro en la otra. Y a cada dos pases, eso sí, los brazos en alto, como si a uno lo estuvieran viendo por el Periscope. El asiático que asistió junto a su mujer fue de los más discretos, aunque también de los menos expresivos. ¿Tan mal está el relevo generacional?, pensó uno cuando vio el «palco infantil». Pero no eran los de arriba, sino los de abajo (ver foto).

Uno en el tendido del 10 iba disfrazado de jeque, lo que obligaba a recordar al Córdoba, ya que casi todo el consejo en pleno estaba en el pabellón. En cualquier caso, ese jeque tenía la misma procedencia occidental que el que mandó en el club. Entrenas, Zulategui, Garrido... Hasta Navarro estaba allí.

También se vio por el callejón a Javier Conde o al subdelegado del Gobierno, Primo Jurado. Pero antes de todo, se rindió homenaje a Fernando Tortosa, del que se ha cumplido medio siglo de su alternativa y al que la Casa del Toreo quiso reconocer méritos taurinos. Estuvo presente Enrique Ponce y representantes de la Sociedad Propietaria y de la Casa del Toreo, quienes le entregaron placas conmemorativas. Aún había gente de pie, meditando cómo acoplarse en sus asientos, llenos de albero y alguno con su homenaje a la naturaleza salvaje.

Tortosa recibió el doctorado de manos de Diego Puerta el 19 de marzo de 1968. Eran otros tiempos, muy diferentes. Con muchos más aficionados. Y también mucho público. Han cambiado cosas desde entonces, pero quizás lo más llamativo se produjo a la salida: «¿Vamos a la Feria a ver a Manolo? Claro. He pillado algo de Ponce y lo llevo en el móvil para enseñárselo». En fin.