Presenciar las corridas con la vista puesta en uno solo de sus dos protagonistas, ya sea el toro o el torero, es ver la mitad del espectáculo. Y eso es lo que sucedió ayer con parte del público de Las Ventas, que se dio a un desatado partidismo torista, equiparable al de los hooligans del fútbol.

La batuta de la tarde la volvió a llevar esa ruidosa minoría de aficionados que se dicen puristas y que gustan de condicionar y dirigir la lidia desde la comodidad del tendido, para esta vez ponderar y sobrevalorar tanto lo que de bueno como de malo hicieron los toros de la divisa de Rehuelga.

Lo curioso del caso es que la corrida, de sobredimensionado volumen y armamento con respecto al prototipo de su sangre Santa Coloma, dio en la mayoría de los casos un juego descastado y deslucido, solo sostenido por esa engañosa movilidad sin verdadera entrega tan típica de los toros menos bravos de este encaste.

Hasta que salió el quinto, tanto Fernando Robleño, con el lote más vacío e inexpresivo, como Alberto Aguilar y Pérez Mota, intentaron y lograron resolver tan inane comportamiento con buen oficio y una entrega mucho mayor que la que pusieron los astados.

Porque, por mucho que los toristas quisieran juzgar a favor, lo que hicieron esos cuatro astados, incluido el remiendo del mismo encaste con el hierro de San Martín, no fue sino defenderse, quedarse cortos o afligirse cuando se les exigía o moverse sin descolgar la cabeza cuando sus lidiadores les aliviaban o aprovechaban la inercia de sus reacias arrancadas. Pero con el quinto llegó ya el despropósito del torismo mal entendido, que finalizó en la delirante concesión por parte de la presidencia de una injustificada vuelta al ruedo en el arrastre para un mostrencón de 647 kilos que tuvo la solitaria virtud de una sosa nobleza.

El caso es que Alberto Aguilar le hizo al toro todo a favor, ya desde que lo lució dejándole arrancarse de largo al caballo, como los toristas llevaban pidiendo toda la tarde, pero sobre todo con la muleta, después de llevarse un seco pitonazo en el muslo derecho en el inicio de la faena.

El torero de Madrid aprovechó esa única virtud y tapó los numerosos defectos del toro, como fueron el breve recorrido de sus embestidas, la falta de humillación y hasta las escasas fuerzas que le llevaban a afligirse cuando se le sometía. Pero, dándole todas las ventajas, aprovechando la inercia o evitándole la parte final de los muletazos, de los que el toro salía desentendido con la cara arriba, Aguilar hizo parecer al de Rehuelga mucho mejor de lo que fue para contento de quienes así lo querían ver.

El tergiversado resultado de tan raros diez minutos fue esa inexplicable vuelta al ruedo para Liebre y apenas una rácana ovación para Aguilar.

Solo que aún estaba por consumarse otra injusticia más, como la vivida con el muy serio sexto, un toro que, este sí, se empleó con la cara abajo, siguiendo los vuelos de las telas, pero sin rematar sus embestidas y quedándose en las zapatillas del torero.

A este le plantó cara Pérez Mota con mucha sinceridad por el mejor pitón, que fue el izquierdo, hasta lograr series más que estimables, por temple y entrega, aunque no siempre con una resolución fluida por la condición del animal.

Pese a todo, el diestro gaditano le hizo una más que estimable faena que cualquier otra tarde de la feria se hubiera llevado algo más que el despectivo silencio que le dedicaron quienes ovacionaron al toro, tan contentos como si su equipo hubiera ganado de penalti injusto en el último minuto.