El Parralejo, una ganadería de aún escasa trayectoria, cosechó ayer un sonoro fracaso con el pésimo juego de los seis aparatosos ejemplares con los que debutó en corrida de toros en Bilbao, en el sexto festejo de una Semana Grande que sigue sin remontar el bajo nivel artístico que se extiende hasta la fecha. El fiasco de El Parralejo estuvo realmente en proporción al descomunal volumen de varios de los astados que embarcó para Bilbao, tan aparatosos, tan exagerados de cuerna y, sobre todo, tan mal construidos y tan descompensados anatómicamente que, por lógica física y natural, estaban abocados a hacer lo que irremediablemente hicieron durante toda la lidia.

Porque, amenazantes por delante, muy rematados y crecidos de cuartos delanteros, hasta presentar muy altas sus aparatosas y astifinas testas, a la mayoría, en cambio, les faltó remate en los caídos o escurridos cuartos traseros, justo donde el toro bravo necesita más potencia y cuajo para poder empujar su cuerpo hacia delante y seguir los pases con el cuello descolgado. Y más aún si tienen el volumen y el peso de los que hoy pisaron el ruedo bilbaíno.

Esa descompensación física, esa falta de tracción trasera, hizo que, en distinto grado, pero sin excepción, todos los parralejos, más que embestir, se defendieran a cabezazos, sin humillar, sin celo y sin voluntad alguna de emplearse, o incluso que rodaran por la arena en una lamentable estampa que contradecía la espectacular impresión que causaban a su salida de chiqueros.

Con ellos hizo el vano esfuerzo de buscar el lucimiento una terna de capacitados y rodados toreros extremeños que finalmente se fueron de la plaza con el sabor amargo de pasar desapercibidos por una cita tan determinante como la de las Corridas Generales de Bilbao, aunque también con la íntima satisfacción de, al menos, haberlo intentado todo.

Antonio Ferrera se aplicó en ese infructuoso empeño tirando de paciencia y de pulso, poniéndoselo fácil, con la muleta a media altura, a dos toros, tanto el cinqueño primero como el cornalón cuarto, a los que, como mayor logro, solo consiguió mantener equilibrados para que siguieran su muleta con un corto recorrido.

Miguel Ángel Perera puso en juego su habitual firmeza con el segundo, un toraco de descoordinados movimientos y que terminó desentendiéndose de los engaños, deseoso de irse a las tablas durante todo el largo pulso. Pero no perdió tanto tiempo con el zancudo quinto, que soltó violentos tornillazos a los capotes y se negó con áspero genio a la embestida. Visto lo visto, el de Badajoz macheteó sin mayor demora, solo que su comprensible desconfianza al entrar a matar hizo que el público, desencantado otra tarde más, acabara por pitarle con cierta crueldad.

Por su parte, Ginés Marín, el más joven de la terna, aportó su ilusión a tan imposible misión, logrando así, al aprovechar las breves inercias y sin exigirles demasiado esfuerzo a los dos feos toros de su lote, algún medio muletazo limpio y hasta ligado, aunque a todas luces insuficientes para conformar una faena de cierta redondez.