La desbordante casta de varios de los toros de la ganadería de Victorino Martín llenó de contenido y emociones la corrida de ayer en Sevilla, un festejo de tres horas de duración en el que Antonio Ferrera y Paco Ureña cortaron sendas orejas. Fue, de nuevo, el gran espectáculo de la bravura, el que propician los toros enrazados y exigentes, esos que elevan el nivel de la emoción de cuanto sucede sobre la arena como pasó ayer con varios de los cárdenos de la legendaria divisa azul y roja.

No llegó a suceder tanto así con el primero de la tarde, que amagó con rajarse tras derribar en el primer encuentro, hasta que acabó por confirmar sus intenciones, ni con el segundo, un astado aquerenciado en tablas que fue desarrollando un paulatino sentido. Ni Ferrera ni Escribano pudieron lucir con ambos, pero sí que lo consiguió ya Paco Ureña con el tercero, el toro con el que la tarde se vino arriba.

Tardó el torero murciano en centrarse con él, sin acabar de cogerle ni el ritmo ni la distancia en constantes probaturas y molestado por las rachas de viento. Pero en el tramo final del trasteo, citando de frente y con distancia suficiente para aprovechar la inercia de las embestidas, fue cuando Ureña le cuajó dos series de naturales de corto pero intenso trazo que hicieron reaccionar al tendido y avalaron el corte de la primera oreja de la tarde.

La segunda llegó en el turno siguiente y cayó en manos de Antonio Ferrera, como sudado primero por el tenso pulso que mantuvo con un cuarto toro con un comportamiento serio y exigente al máximo, dueño de una bravura seca y a la antigua que no perdonaba errores.

MOMENTO EMOTIVO / Antes de que el extremeño se fajara con él, se había vivido uno de los momentos más emotivos de la tarde, cuando el matador invitó a banderillear con él a su subalterno José Manuel Montoliú, hijo de aquel gran torero de plata de cuya cornada mortal en esta misma plaza se cumplirán 25 años el próximo lunes. Ambos cuajaron un segundo tercio pletórico, con pares de gran mérito, y sobre todo el de Montoliú, que clavó con tanta pureza los palos que apenas tuvo espacio para salir del apurado embroque en el que el victorino llegó a derribarle de un pitonazo en el muslo.

En ese detalle y en el arrollador empuje con que antes había derribado al caballo de picar como si fuera una pluma, mostró Platino, que así se llamaba el fiero toro, lo que llevaba dentro: una carga total de seria bravura que sólo estaba dispuesto a desarrollar si encontraba enfrente un torero entregado y una muleta con mando dictatorial. La faena, pues, fue un toma y cada constante, con el animal llevando muchas veces la iniciativa mientras flotaba en el ambiente la posibilidad de un percance, pues las felinas acometidas se desbordaban si no eran sometidas por abajo.

En un esfuerzo de concentración y oficio, Ferrera fue controlando la situación, sobre todo cuando el toro fue reduciendo algo de su tremendo caudal de casta, cuando por fin pudo asentarse y aliviar la angustia de un público que siguió el duelo con angustia. Y así hasta la resolución de una estocada de poco efectiva colocación, en la que su brava agonía fue otro de los detalles inequívocos del excepcional comportamiento de un animal de los que ya se ven pocos en los ruedos.

Más habitual en esta ganadería, en cambio, es ver ejemplares con la brava calidad del quinto, que no levantó el hocico de la arena, de tan entregado que embistió, desde que Manuel Escribano le tanteó con la muleta para abrir una faena que nunca levantó el vuelo por los errores técnicos y de colocación que le impidieron apurar sus virtudes.

Y ya con la noche sobre Sevilla, un espeso Paco Ureña tampoco se entendió con un sexto que parecía llevar dentro más y mejores embestidas, hasta que, entre dudas, acabó prendido por un muslo, afortunadamente sin más daño que el moral.