Entre polémicas monárquicas y discusiones por los colores de las banderillas, Enrique Ponce se volvió a hacer el amo de la escena sobre el ferruginoso ruedo bilbaíno, en el que a estas alturas, tras casi setenta paseíllos, se mueve como por el patio de su casa. Le basta con poco al valenciano para poner a casi todos de acuerdo en esta plaza, o al menos para centrar las miradas en lo que sucede en la arena sea cual sea la entidad y el mérito de su labor.

Y así pasó de nuevo ayer, en una tarde en que la presencia del rey Juan Carlos en uno de los palcos, junto a su hija Elena, provocó cierta división de opiniones entre el público a la hora de los brindis de los tres toreros, acompañados de una gran ovación pero con algunos pitos aislados.

Aunque mucho menos ruidosa que la polémica que provocó Cayetano al entregar personalmente a sus subalternos banderillas vestidas con los colores de la bandera de España, en vez de las que se usan en esta plaza con los colores de la divisa de la ganadería titular, de la ikurriña y de Bilbao. Entonces, como pasó el domingo cuando intentó hacer lo mismo Antonio Ferrera, se levantaron protestas en el graderío, que Iván García acalló ejecutando la suerte de manera soberbia.

Todo ese ruido extrataurino se generó durante la primera parte de la corrida, hasta que salió el cuarto toro, un colorado de Victoriano del Río que le sirvió a Ponce para aplacar los ánimos del tendido y, de paso, volver a abrir la, en otros tiempos, casi infranqueable puerta grande de Vista Alegre. Sobre la nobleza y la clase de ese segundo de su lote, medido de fuerzas y paulatinamente desfondado, Ponce volvió a erigirse en maestro de escenografía, con un trabajo de más envoltorio que contenido que fue desde la ligereza inicial al reposo de los paseos y de los pases conseguidos de uno en uno. Esa misma fórmula no le sirvió con el marmolillo primero. Con poco creó el valenciano una sensación de mucho, recreándose en las poses casi más que en los pases a un toro que fue yendo a menos hasta terminar acobardado en las tablas, allí donde el matador aprovechó para meterse cómoda y finalmente entre los pitones y tumbarlo después de una espectacular estocada. La larga y pomposa vuelta al ruedo que dio Ponce con las dos orejas en las manos fue luego una continuación coherente de su dominio total del espectáculo.

Aún se concedió una oreja más en la corrida, que premió el esfuerzo de Ginés Marín ante el sexto. El joven extremeño no había acabado de entenderse y de redondear su faena con el exigente tercero, al que, cuando efectivamente llevó toreado y sometido, cuajó muy buenos naturales, entreverados entre ciertos desajustes y dudas. Así que echó el resto con el que cerró plaza, un astado complejo que se afligía cuando se le forzaba o se quedaba corto cuando se le aliviaba. Compleja ecuación lidiadora, pues, que el pacense resolvió siempre con firmeza y, por momentos, logrando el equilibrio en la actitud del animal con la mano izquierda. Solo que la oreja llegó cuando, en su decidida búsqueda del éxito, Marín alargó la faena en una sobredosis de valor, atacando a un animal ya a la defensiva que por ello llegó incluso a derribarle y a prenderle, aunque sin mayores consecuencias. Bilbao supo agradecerle tan generoso esfuerzo.

Dejando aparte la polémica provocada con las banderillas, Cayetano tampoco consiguió que la faena a su primer toro levantara el vuelo, con fases de muletazos de buen trazo y cites entregados, aunque también con otras en las que se le echó en falta mejor pulso. Como contraste, tuvo que enfrentarse después al peor toro de la corrida, un muy serio ejemplar que nunca quiso humillar y cada vez soltaba más violentos cabezazos.