El pasado jueves se cumplió el 25º aniversario del paso a la eternidad del matador de toros cordobés José María Martorell. Con este artículo solo quiero llevar al recuerdo de los aficionados la trayectoria de este importantísimo torero. Y lo hago con el simple deseo de que los aficionados que no lo vieron torear tengan, al menos, el testimonio de quien, siendo un niño, empezó a sentir a través de él las emociones de esta fiesta taurina de la que el tiempo me fue descubriendo su auténtica esencia: valor, respeto, seriedad, arrojo, destreza, serenidad, conocimiento, entrega, compromiso y muchas más cosas como personalidad, estética, plasticidad o duende, que sirven de inspiración a las Bellas Artes, al tiempo que engrandecen este arte sublime y que en Martorell se dieron cita para llevarlo a ser un eslabón muy importante en esa cadena prestigiosa de la historia escrita por los más grandes toreros que en Córdoba nacieron.

En el año 1947 Manolete dejó huérfana de nombres que honraran a Córdoba en el escalafón de los matadores de toros. Aquel torero irrepetible de la plaza de La Lagunilla era nuestro único representante entre los matadores de toros. Entonces, Martorell era un novillero que daba sus primeros pasos, aunque con visos de ser gente importante entre los coletudos. Su presentación con caballos tuvo lugar en el coso cordobés de Los Tejares el día 1 de septiembre de 1946, cuando se anunció una terna con Rafaelito Lagartijo, José Moreno Joselete y Martorell, que se presentaban con plazas montadas para despachar un encierro de Guardiola. Yo fui, con tan solo cinco años, testigo de aquella novillada, de la que solo me queda un levísimo recuerdo.

Es cierto que de aquella década de los 40, época de la aparición de Martorell en el toreo, ya vamos quedando pocos. Aquel incipiente novillero practicaba un toreo en el que predominaba una quietud y una verticalidad natural no exenta de buen gusto. Quebraba la cintura solo lo justo para que su toreo no resultara rígido ni forzado. Otra de las características que se le adivinaban era que todo lo intentaba hacer con la mano baja y con temple. Sus lances tenían un estilo muy personal. La mayoría de las veces, la mano de recibo la dejaba, con el brazo extendido, pegada a la banda de la taleguilla. Con la otra, la de fuera, era con la que daba salida al burel, y así una y otra vez por ambos pitones, hasta rematar con recorte, revolera o media verónica. Pero siempre por abajo, pasándose al toro muy cerca y enroscándoselo a la cintura. Con la muleta era poderoso cuando, rodilla en tierra, sometía a su oponente en los muletazos de fijación. Era profundo al torear al natural o con la mano derecha, pero siempre con suma suavidad. Es más, hasta las manoletinas, pase de adorno que con frecuencia prodigaba, eran muy celebradas. Y lo eran porque ni en aquellos tiempos ni en estos se conciben, ya que también eran de mano baja.

De perfil

Mientras sus compañeros citaban de frente y con el estaquillador a la altura de la cintura, él lo hacía citando de perfil, con la mano muy baja y con solo media muleta, ya que la mano izquierda sujetaba por la espalda el extremo de franela que quedaba suelta del cáncamo del palillo. De esa guisa, el pase consistía prácticamente en un derechazo con la muleta acariciando la arena y, al producirse el embroque, un leve giro casi imperceptible hacia la izquierda lo colocaba de frente al toro que venía humillado y, por tanto, con todas sus ventajas para pasárselo muy ceñido y, de abajo hacia arriba, elevaba suavemente la muleta barriendo el lomo de su oponente, entre la admiración del aficionado y el clamor del público, y vaciaba la arrancada del burel. Igualmente, con la espada fue un consumado estoqueador.

Pero antes de seguir adelante bueno sería decir que, tras haber sido doctorado en Córdoba el 26 de mayo de 1949 por Parrita como padrino y Antonio Caro como testigo, asumió toda la responsabilidad que para él suponía ser torero de Córdoba y hacer el paseíllo en plazas tales como Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, Zaragoza, San Sebastián, Sevilla, Córdoba y otras muchas, así como las existentes fuera de nuestras fronteras como Tánger, Lisboa, Arlés, Bayona, Burdeos, sin contar, claro está, las de América y, de forma muy especial, la de Insurgentes en la capital mejicana, donde llegó a ser un auténtico «consentido».

En todas esas plazas alternó al mismo nivel que los maestros consagrados de su tiempo, como Domingo Ortega, Pepín Martín Vázquez, Gitanillo de Triana, Parrita, Pablo Lalanda, Manolo dos Santos, los hermanos Pepe y Luís Miguel Dominguín, Paquito Muñoz, Carlos Arruza, Luís Procuna, Antonio y Pepe Bienvenida, Andaluz, Manolo González, Diamantino Viceu, Curro Caro, Pepe Luís Vázquez, Chávez Flores e, incluso, con el matador de toros cordobés Manuel Calero Calerito, que tomó la alternativa un año después que él. Martorell despachó hierros de las más diversas ganaderías y encastes como los de Villamarta, Atanasio Fernández, Pablo Romero, Antonio Pérez de San Fernando, Pinohermoso, Alipio, Cobaleda, Conde de la Corte, Marceliano Rodríguez, Miura, Urquijo, Graciliano, Arranz, Domecq, Prieto de la Cal, Santa Coloma, etcétera. La responsabilidad adquirida en su alternativa le llevó a alcanzar muchos éxitos por los que fue considerado como figura indiscutible del toreo.

A pesar de todo eso, nada se le subió a la cabeza. Siempre fue un hombre sencillo, serio, asequible y buen interlocutor. Fue sentencioso, cariñoso, portando siempre una simpatía natural. En su faceta como torero fue responsable. Tenía un valor sereno que solo le servía para torear. Posiblemente, fuera como consecuencia de su presentación novilleril en Madrid, que el cronista escribió: «Como los toreros del corte de Martorell, que hacen del pundonor y del valor indomable la base de su personalidad, no pueden ni quieren esperar, puede decirse que salen todas las tardes a entregarse con la visión única de complacer a un público que gusta de las emociones fuertes». Y también de aquel día alguien escribió: «Tiene idea clara de la estética, con sentido de la medida, del ritmo y del temple. Los pases de muleta, porfiando desde muy cerca y los lances finísimos y magníficos con el capote tuvieron mucha y definida calidad».

Las Ventas

A lo largo de su trayectoria, en la plaza de Las Ventas obtuvo grandes triunfos. Pero quiero dejar constancia de dos tardes importantísimas. Una fue la de su confirmación de alternativa y la otra, la de aquella corrida de Beneficencia del mismo año. De aquella, Alfredo Marquerie, doctor en Derecho, dramaturgo, poeta, ensayista y muchas cosas más, entre las que, como persona culta e inteligente que era, destacaba su afición por la fiesta de los toros, en la revista El Ruedo escribió: «Martorell es fino con el buen vino. Tiene su toreo el perfume de esa Montilla dorada y vieja de las bodegas de la Fuensanta, solera de Córdoba. No hay nada que entusiasme más al público como ver a un espada con ganas de exponer, de lidiar y de jugársela…» Y también fue Marquerie, con motivo de la corrida de Beneficencia, quién escribió: «Martorell, el torero de Córdoba, sigue siendo el del valor sereno, el que pisa terrenos difíciles, que se cruza sobrecogedoramente. Sobrio, conciso, como el acento de su tierra. Lidiador serio, grave sin contoneo ni posturita». Ese fue, a lo largo de su carrera, el estilo de Martorell. El que lo llevó a ocupar un puesto de privilegio en todo el planeta taurino.

Y quiero aquí dejar constancia de que Martorell, convertido en una figura estelar de la torería, se hizo imprescindible en los carteles de las muchas corridas que en la Monumental de Barcelona se celebraban. A lo largo de su carrera taurina, que no fue muy extensa -tan solo ocho temporadas como matador de toros-, en Barcelona actuó un total de 56 corridas de toros, alcanzando en la mayoría de las tardes triunfos clamorosos con salidas a hombros de los entusiastas aficionados. En aquella plaza, dos meses después de su alternativa, consiguió su primera oreja en plaza de primera categoría, cortándosela, nada más y nada menos, que a un toro de la ganadería de Miura.

Y para hacernos idea de lo que Martorell significó para la afición de Barcelona quiero dejar constancia, por ejemplo, que en la temporada de 1951 Martorell toreó en esa ciudad un total de 14 corridas de toros. En el mes de abril participó en tres corridas, cuatro en mayo, una en junio, otras cuatro en septiembre y dos en octubre. En la mayoría de aquellos festejos el éxito acompañó a nuestro paisano. Las vueltas al ruedo con los máximos trofeos eran frecuentes, así como las salidas a hombros. Se podrían transcribir comentarios y más comentarios vertidos sobre la figura de éste sensacional torero, pero su relato sería interminable. Solo es obligado decir que la América taurina lo disfrutó y que en Méjico fue una auténtica figura.Y como el toreo es cosa de vivos, que no de muertos, es por lo que quiero terminar este comentario haciéndome eco del recibimiento, único en la historia, que la afición cordobesa le tributó a su llegada de uno de los viajes que hizo a tierras americanas. Para los aficionados de Córdoba, los cinco meses de ausencia de Martorell se habían hecho interminables. Tanto fue así que, a su llegada a la ciudad en tren desde Madrid, se produjo una manifestación de aficionados que, llenos de entusiasmo, llenaron los andenes de la estación y desde el mismo tren fue subido a hombros como si de una tarde de triunfo se tratara. Así lo sacaron por la puerta grande -la de viajeros- de la estación de Renfe de Córdoba.