El recuerdo por la repentina y triste pérdida del maestro Dámaso González abrió una tarde de emociones a flor de piel. Desde que saltó la noticia de la reaparición de Ortega Cano en San Sebastián de los Reyes, el sobrecogimiento invadió a la familia taurina. Y la dividió. Pues también aparecieron voces muy críticas en contra del veterano torero cartagenero, de 63 años.

Es verdad que Ortega aparentemente no estaba ya para estos trotes. La intervención de corazón a la que fue sometido hace pocos meses no jugaba a su favor. También la edad, el tiempo de inactividad y sus propias losas personales podrían pesarle a la hora de resolver en la cara del toro. Pero no. Ortega, dentro de sus limitaciones, resolvió con mucha dignidad el reto, con momentos extraordinarios ante un lote de lo más dulce y chochón, con los que estuvo francamente bien. Qué mérito. Qué maravilla. Qué merecido. Los incrédulos, esos que ayer brillaron por su ausencia en la plaza, quedaron retractados.

Y es que Ortega Cano, digan lo que digan, ha sido un torero en mayúsculas, aunque los luctuosos sucesos de los últimos años: su viudedad de Rocío Jurado, sus continuas idas y venidas, sus problemas familiares y de salud, y el trágico accidente de tráfico en 2011 le convirtieron en un cebo perfecto para los focos de la prensa del corazón. Pero Ortega fue una gran figura del toreo en los 80. Un hombre que siempre dio la cara. Su piel tatuada de cicatrices lo demuestra. Encumbrado gracias a sus encomiables aptitudes en la cara del toro, lo que le llevaron a conseguir innumerables triunfos en plaza y ferias de postín.

Ortega se enfrentó a un primer toro bueno y dócil con el que firmó algunos muletazos sueltos de buen corte dentro de una labor sin alharacas y que sorprendió a todos por la seguridad y quietud que mostró. Cortó una oreja que paseó junto al pequeño José María, al que se le vio también disfrutar de la mano de su padre. Campiñero se llamó el toro de la despedida, un animal más fuerte que sus hermanos, con el que se volvió a ver un Ortega Cano totalmente entregado. El brindis a su familia dio paso a una faena sensacional por el empaque, el gusto y la torería que demostró. Qué bien toreó aquí el cartagenero. Dio igual el fallo a espadas, la oreja cayó igual. Merecido colofón a una tarde soñada y a una trayectoria incuestionable.

Pero la emoción en el ambiente se respiraba mucho antes de que dieron comienzo la función. Como cuando hizo acto de presencia por primera vez antes del paseíllo. Solo. Sus compañeros aguardaron en el túnel de cuadrillas mientras Ortega alzaba su montera el cielo rodeado de un corro de fotógrafos. También la ovación que el público le tributó antes de salir el primer toro, o los brindis de sus dos toros: el primero a sus vecinos de Sanse y el del adiós a su familia.

Precisamente fueron sus hijos, José Fernando, Gloria Camila y el pequeño José María, los que, al finalizar la tarde, hicieron acto de presencia en el ruedo para llevar a cabo el ritual del corte de coleta, símbolo en el toreo de adiós definitivo. Las lágrimas de emoción sobre el albero se fusionaron con una gran ovación por parte de unos tendidos que se sumaron a este merecido homenaje de despedida, al que también se unieron sus dos compañeros de cartel.

Perera desorejó a un segundo noblote y facilón, al que pegó pases y más pases por uno y otro pitón en una faena que concluyó entre los pitones. Dos orejas. Alajandro Talavante no se quedó atrás. Por la dos faenas obtuvo tres orejas.