A las seis de la tarde se anima el Sector VI de la Cañada Real Galiana como si se tratara, antaño, del paseo de una capital de provincia, solo que en vez de carruajes vienen coches de drogadictos en busca de dosis, las kundas, y en vez de recrujir de almidón visten los paseantes chándales y anoraks sudados.

Cada tarde, un escape de agua convierte la calle en rambla, ocultando enormes baches capaces de frenar a un furgón policial si le da por correr. Los flancos, que no aceras, se alumbran con hogueras prendidas en barriles metálicos, y tras cada fuego, a cinco euros el pellizco, narcos gitanos venden la heroína, la cocaína y la cruda (mezcla de ambas sin refino) para fumar.

Pero este tramo de la Cañada Real madrileña no es el que visitó el relator de la ONU. No viven aquí los más pobres: algunos camellos aparcan su Audi a la puerta de la chabola, cuidada por machacas que hacen recados por un pico. Philip Alston acudió a otros sectores desoladores del poblado, como El Gallinero, donde se hacinan los rumanos que dispersa en Madrid el furgón de la mendicidad organizada; no fue a este rincón infernal, un cerro de escombros y plásticos voladores junto al vertedero de Valdemingómez.

La sabiduría del residente

La sabiduría del residente Hay tres barrios en una sola cañada verdadera. Además del S-VI, uno que se empezó a edificar en los años 40 con chabolistas españoles aún en espera de papeles para sus parcelas, y otro en el que albañiles marroquís han plantado pequeños cortijos con sus manos y material sobrante de las obras; conocen el oficio.

En 14 kilómetros de cañada, 107 hectáreas de poblado, 7.000 españoles e inmigrantes de cuatro nacionalidades tratan de flotar, muchos a base de dignidad, en un océano de escombros salpicado de islas de basura que, cuando entran en combustión, emiten un humo negro. «No sé cuál es el horario del centro sociocomunitario, lo que sí sé es dónde hay coca mala y dónde coca buena», bromea Carlos, el lotero de la Cañada, sin administración ni premio alguno en su haber, solo su sabiduría de veterano ludópata.

El centro -renacido de sus cenizas, pues ardió por un chispazo del enganche a un poste eléctrico- es hoy un complejo de chapa y madera en el que se reúnen las mujeres, debaten los vecinos, aconseja la Cruz Roja y ensaya una pequeña orquesta infantil.

Por sus alrededores, madres con hiyab pastorean niños del cercano colegio público Mario Benedetti de vuelta a casa para comer una dieta de verduras de mercadillo, huevos y pollo; no hay pescado o ternera en el menú, y sí mucho dulce industrial; «bollo» lo llama Abdelaziz, vecino y paleta en paro. Viven allí unos 3.000 niños. En los patios de los coles de Rivas, Vallecas y Vicálvaro pesa el estigma de ser de la Cañada. El 40% son gitanos, y muchos, futuros adultos de provecho, pues el Secretariado Gitano salva a los que puede del abandono escolar y la baja autoestima.

A falta de árboles, los vecinos más en pie han llenado de colores las tapias. Los ayudaron los grafiteros de Boa Mistura. Por kilómetros de calle desfilan escritos los versos de la canción El alma no tiene color, de Antonio Carmona: «Yo soy de carne/ no soy de hierro/ soy corazón…» Ahora, el poblado anda empeñado en «conseguir que venga Correos», cuenta Cristina Cañada, vecina de la asociación Al Shorok. Sería un triunfo en un barrio sin bus y a kilómetros de la farmacia más cercana. «La Cañada Real es el fruto de una indecencia, el resultado de mirar para otro lado durante décadas», afirma Agustín Rodríguez, párroco de Santo Domingo de la Calzada, un templo del Sector VI rodeado de tiendas de campaña en las que dormitan los yonquis. El cura resume el contraste del barrio: «Esta situación irregular tiene su parte de luz, porque toda situación irregular puede mostrarnos capacidades asombrosas del ser humano».

Entre otras, la generosidad con que Mohamed, de 72 años, 30 en la Cañada, acogió a su paisano Abdelaziz, de 34, cuando este perdió la casa en el terremoto de Alhucemas, en el 2004. «Aquí todo bien, como hermanos», dice el viejo. Cualquier vecino dirá que «todo bien» con tal de no atraer a la excavadora a su chabola. Un pacto de realojo del 2018 entre autonomía y ayuntamiento está aún por cumplir.

La renta mínima

La renta mínima La renta mínima de inserción (RMI) -«la remi» llaman los vecinos a sus 400 euros- llueve ahí tan escasamente que la gitana placentina Dolores Martín, de 18 años y madre de un bebé de mirada enorme, relata: «De la cuenta para comida voy quitando un dinerillo y lo echo en un bote para la leche del niño». El Almirón para una semana le cuesta 18,50 euros y no le llega con la pensión de la abuela.

Pero hay quien se conforma. Un viejo rumano llega hasta un montón de basura con un carrillo atado a una bicicleta. Rebusca entre las cajas, junto a una fogata. De una bolsa que lleva detrás, de esas reciclables de hipermercado, sobresale la pezuña de un hueso de jamón. «Aquí se come; en Rumanía, no», comenta. En el cerro del Sector VI, un barracón pegado a la iglesia alberga un «centro de reducción de daños» de la Comunidad de Madrid para los adictos a la droga. «Ahí se trata a los que ya nunca la dejarán», relata Teresa, monja carmelita vedruna, de la orden que nació en Vic, y que con Zulema, hija de la Caridad, e Isabel, de la Compañía de María (en Catalunya, Lestonnac), cada día dan café, yogur, conversación y la posibilidad de una ducha a los drogadictos de alrededor del templo. Los llaman «los vecinos», nunca yonquis.

Con las piernas flojas por la benzodiazepina, algunos drogodependientes se acercan a una camioneta de la sanidad madrileña, donde los enfermeros les dan jeringuillas limpias y medicación.

Al lado, el voluntario de la oenegé Madrid Positivo Steven Bany criba enfermos de sida y hepatitis. Impasible, resume el ciclo de la droga en la Cañada: «Aquí la gente viene, se establece y muere».