El magnetismo de Pablo Iglesias es un valor intangible, quizá el mayor del que disponga Podemos, tan profundo e insondable como para llevar a un partido con apenas tres años de vida a una práctica refundación. La fuerza morada selló ayer su destino con un golpe de timón hacia la radicalidad de la izquierda. Cuánto pueda permanecer del ADN-ilusión con el que nació en las elecciones europeas del 2014 y cuánto se reemplace por rencor es un misterio. En lo inmediato, las bases moradas coronaron a Iglesias como líder inapelable en Vistalegre II, la segunda asamblea ciudadana, de la que Íñigo Errejón sale arrasado, superado en votos también por Pablo Echenique, el secretario de organización pablista.

La voluntad de integrar o laminar está en manos de Iglesias, quien se impuso en todas las categorías de una votación compleja que consiguió enmarcar como un plebiscito, bajo la amenaza de dimisión, consciente de que en el cuerpo a cuerpo su poder de fascinación no tenía rival. Y así fue. Venció como secretario general (89% de los votos), su equipo consiguió 37 butacas frente a las 23 de los errejonistas y las 2 de los anticapitalistas en el consejo ciudadano estatal (CCE), y ganó también los cuatro documentos en liza (para definir rumbo político; estructura orgánica; principios éticos y compromisos de igualdad). En resumen, lo ganó todo y con claridad. Si pasa el rodillo con más o menos elegancia o si se ciñe al compromiso de «unidad y humildad» que pronunció ante los simpatizantes, está por ver.

El Podemos que sale victorioso es el de Iglesias y su entorno: Irene Montero, Rafael Mayoral, Juanma del Olmo y Pablo Echenique, el dirigente con el que ha conseguido operar en el territorio tras la destitución del errejonista Sergio Pascual. En este tiempo, el pablismo ha amarrado mando en los feudos. Gracias a Echenique, Iglesias tiene en su mano la columna vertebral del partido, y ahora, las bases le confieren un poder determinante en la estructura estatal.

RUMBO Y ENTORNO / ¿Poder para qué? Para cambiar el rumbo político de Podemos y proteger a su entorno. El líder quedó profundamente afectado en el varapalo de las elecciones del 26-J, cuando no logró el anhelado sorpasso al PSOE. Dijo entonces que su partido podía ganar dentro de cuatro años, pero que tenía un miedo terrible a recibir «una hostia de proporciones bíblicas». Llegaron las vacaciones. Se retiró con su equipo y volvió postulando el giro que este fin de semana ha recibido el aval de los simpatizantes.

A ellos se dirigió en un discurso de vencedor en el que no trazó un recorrido de futuro, pero en el que reivindicó a Podemos como líder de la oposición. «Cometeremos muchos errores, es imposible no equivocarse, pero quiero comprometerme a algo: nunca nos equivocaremos de bando», arengó. Para Iglesias, la posibilidad de mimetizarse con otros partidos políticos estaba en juego si ganaba Errejón.

Iglesias sostiene que España vive una segunda transición en la que, a diferencia de lo que sucedió en el posfranquismo, los jóvenes ya no tienen miedo y se movilizan en protestas sociales. A ellos apela. Bajo esta tesis, ampara el derecho a ser irreverente, a gritar palabras gruesas, a identificar la marca morada con la clase obrera, a romper el diálogo con el partido socialista para empujar ese «impulso constituyente que necesita la patria».

Íñigo Errejón, en cambio, cree que ese Podemos da miedo. Que a los que hay que conquistar -en vez de reñir- es a los que ahora votan otras siglas, porque no vendrán «extraterrestres» a votar al partido morado. Que en la radicalidad ya fracasaron el PCE e Izquierda Unida. Pero las bases moradas han preferido a Pablo Iglesias. Y lo han dejado muy claro. Se han rendido a su carisma, con independencia de si en la Moncloa y en la madrileña calle de Ferraz les observan con gesto serio o descorchan cava.