La manifestación de ayer empezó con los silbidos estruendosos cuando llegaron Mariano Rajoy y Felipe VI. Y aunque el lema oficial era el de no tinc por, abundaron las pancartas y carteles con un claro mensaje pidiendo paz y en contra de las relaciones del Estado español con los países vinculados con el terrorismo. Les vostres guerres, els nostres morts eran las más repetidas, mucho más visibles, pese a estar en segundo plano, que las que llevaban las fuerzas de seguridad, el personal sanitario y todos aquellos que iban delante en reconocimiento por su labor durante los atentados.

Por un momento pareció una manifestación del no a la guerra, cuando aquí aún no había sucedido ningún atentado.

Lluvia de acusaciones

Por un momento pensamos que había rebrotado el espíritu del no a la guerra, que la de ayer era una manifestación parecida a la que se celebró para mostrar el rechazo a la implicación de España en la guerra de Irak, la que se produjo cuando aún no había sucedido ningún atentado de este tipo aquí y la sociedad entera salió en masa a proclamar su pacifismo.

Estos días de crispación, de recibir mensajes con todo tipo de informaciones, de opiniones polarizándose por segundos hacia un lado u otro, de acusaciones a diestro y siniestro contra personas que no han tenido nada que ver con los atentados, de pintadas e insultos y mucho miedo a perder todo lo que hemos construido hasta ahora, pensaba que el problema era de desmemoria, que si el 11-M no provocó esta reacción era porque todos recordábamos cómo nos habíamos movilizado contra aquella intervención y éramos conscientes de que las violencias están relacionadas, que si las provocas en un lugar, retornarán tarde o temprano.

El paseo de Gracia no ha sido la expresión de unidad que habríamos necesitado ni el apoyo que merecían las víctimas: ha pesado más la necesidad de expresar posiciones políticas.

Aunque lemas como les vostres polítiques, els nostres morts o qui vol la pau no trafica amb armes puedan recordar al no a la guerra, el hecho es que la de ayer fue una manifestación muy diferente. La enorme presencia de banderas que expresaban todo tipo de pareceres políticos, desde la estelada hasta la de Societat Civil Catalana, pasando por la senyera y la bandera española, demuestran hasta qué punto las prioridades eran otras, y para muchos ha pesado más la necesidad de expresar una posición política que la de rechazar la violencia. Solo un pequeño cartel en árabe que parecía ahogarse entre la muchedumbre expresaba el grito de ambas movilizaciones: «No tinc por, no a la guerra».

Todos estos días que hemos pasado se han parecido mucho a la manifestación de ayer. Mucho ruido, muchas opiniones y también ideas políticas, mucha exaltación de las posiciones de cada uno y poco espacio para el vacío, el silencio, que es lo que realmente sirve para mirar hacia dentro, para observar qué dimensión tiene esta herida, cuál es el alcance de la agresión que hemos recibido.

Pero no son buenos tiempos para la vida interior, que por lo visto tenemos externalizada en las redes sociales, donde tenemos que decir todo lo que se nos pasa por la cabeza justo cuando pasa por ella, donde no salimos nunca del ruido ensordecedor de los silbidos y los aplausos.

Finalmente se hizo el tiempo de silencio, de escuchar más que de pensar. Fue al final de los parlamentos, cuando sonaron los dos violoncelos que tocaban el Cant dels ocells. Todo el mundo calló, entonces, y todo el mundo escuchó, quizá por primera vez desde el 17 de agosto. Sentimos a las víctimas, su ausencia, el dolor de sus familiares que no olvidarán nunca esa tarde de agosto o las vacaciones en Barcelona.

Pensamos en quienes estuvieron cerca del terror y en quienes lo vivieron de lejos. Escuchando la triste melodía sentimos que no ha sido una pesadilla de la que podamos despertar, que el ataque es irreversible, que nos han herido y no sabemos cómo seguiremos viviendo. Lástima que duró poco porque, ahora más que nunca, lo que necesitamos es el silencio.