Turistas japoneses acarrean sus maletas Louis Vuitton (real o fake) haciendo eses para sortear una cola serpenteante de compromisarios populares que a las nueve de la mañana esperan para escuchar los últimos discursos de Soraya Sáenz de Santamaría y Pablo Casado antes de la votación en el Hotel Auditorio (Madrid). No se resisten. Una última foto antes del camino al aeropuerto de Barajas (que está aquí al lado) a esos seres extraños que avanzan con acreditaciones azules colgadas al cuello y parlotean con un ánimo venido arriba sorprendente para esas horas de la mañana, una cola que es imagen pura de la disciplina y el orden. En otras formaciones políticas no hay colas, hay remolinos. Aquí el aire es eurovisivo pero nada pone en juego el orden como esencia, marca de la casa. Faltaría más. Recuerden. «El PP es el partido de la España que madruga», que a tenor de lo que sostienen Santamaría y Casado, es la misma que está en contra del acercamiento de los presos, de la tibieza con Cataluña, de la eutanasia y del populismo, corriente política situada prácticamente en la categoría de plaga bíblica.

Las mansas colas las forman 3.082 delegados llamados a las urnas, por primera vez después de escuchar a los afiliados y, también por primera vez, con la posibilidad de votar en cabinas con cortinilla y con sobres cerrados en una sala que bien cabrían media docena de los submarinos S-80 que no entran en los muelles de la Armada en Cartagena.

Cuando comienzan los discursos apenas quedan unos rezagados en el bar. El café a 3,50 euros. El croissant a 5. Hemos salido de la crisis. Parece. Lo sirven camareros transoceánicos. Nadie protesta por el precio. Contemporizan. Comentan cuánto tardarán en el recuento. Qué vértigo. Nadie lo sabe. Alguien recuerda que si los resultados quedan muy ajustados habrá que recontar de nuevo. Como aquel Bono-Zapatero. O Chacón-Rubalcaba. Los afines a Casado no ocultan un humor entre el entusiasmo y la precelebración.

Y llegan los discursos. Los candidatos prometen «integración». Los compromisarios piden «unidad». Deben ser conceptos tan transversales como evanescentes, a juzgar por cómo se desgañitaron los podemistas en Vistalegre 2 reclamando lo mismo y lo acontecido después de la victoria sin piedad de Pablo Iglesias. No hay nada mejor una buena interna para el pim-pam-pum de promesas fantasía-ilusión.

Santamaría asegura que morirá siendo del PP. Y agita un abanico con la bandera de España. Parece imposible que su partido se deshaga de ella después de tragarse sin masticar en las sesiones de control del Congreso -incluso en un debate electoral- a Rivera, Iglesias y cualquiera que le pusieran delante.

A Casado el sudor amenaza su camisa de cuello cutaway, el non-plus-ultra de la elegancia, cuentan en Madrid. Pero no parece importar. Le jalean cuando recuerda que el PP es el partido de España, de la seguridad, de las víctimas de ETA y de la libertad individual. ¿De la colectiva no?

Las mesas para votar están distribuidas en orden alfabético. Los compromisarios tienen que escribir el nombre de su candidato a mano en dos papeletas: una para la Junta Directiva Nacional (color salmón) y otra al Comité Ejecutivo Nacional (blanca). El PP de Cudillero (Asturias) aprovecha para vender lotería de Navidad.

Mariano Rajoy no vota, defendiendo su apariencia pública de neutralidad. Termina el recuento. Y no hay redoble de tambores. De pronto, sin anuncios, toda la convención sabe ya que Casado es el ganador. Sube directo al escenario a saludar. Solo después Ana Pastor confirma los resultados.

Tras dos horas de fotos y felicitaciones, Casado hace honor a su don de gentes. Se acerca a saludar a la prensa. Dice que tiene diez mil mensajes por responder. ¿Ha hablado con Sánchez, con Rivera, con Iglesias? Y llamadas que devolver, responde. ¿Cuándo comité de dirección? «Primero tengo que ir a buscar a los niños a Santa Pola». Calma. Nada que ver con Rajoy. La familia de su esposa es de allí.