Las escaleras de los juzgados conocen los pleitos que se han cerrado con un apretón de manos de compromiso y las caras mirando para otro lado mientras el juez se ajustaba las puñetas en el tribunal. Minutos antes de que comenzara la tercera y definitiva jornada de la sesión de investidura de Pedro Sánchez, en los pasillos del Congreso se respiraba ayer una situación de ese calibre. Dependiendo de dónde soplara el viento y el cuchicheo, había motivos para pensar en un acuerdo de ultimísima hora entre PSOE y Podemos o se vislumbraba inevitable el comienzo del juicio, es decir, que se repita el vodevil en septiembre o vayamos a nuevas elecciones.

La sesión comenzó con la sensación de fracaso instalada en el cuerpo de sus señorías. A la una y media, cuando la presidenta de la Cámara dio comienzo al debate, todos sabían que la formación morada había decidido no apoyar al candidato socialista. Pero vista la semana de climas cambiantes que llevamos en este julio tórrido de temperaturas de récord, nadie se atrevía a negar la posibilidad de un último giro de guion forzado por los imperativos del directo. El vértigo de la escalera del juzgado es muy eficaz para doblar brazos y alcanzar pactos, y quién sabía si a la hora del aperitivo alguien podía obrar un milagro. Era jueves, cosas más raras se han visto en este país, como dejó filmado Berlanga.

El festival de noes con la cabeza que se vio en el hemiciclo permitió comprobar que en realidad no había tanta efervescencia en el aire y que el veredicto estaba dictado desde bastante antes de comenzar la sesión. Vaya, que aquello no era un directo, sino un falso directo, esa técnica que usan en las teles para hacer creer a los espectadores que lo que ven está ocurriendo en ese momento, cuando la suerte ha quedado echada hace un buen rato.

Negó mucho Iglesias con la cabeza a Sánchez al oír al candidato echarle en cara que el programa «nunca fue el problema» y que él solo quería entrar en el Consejo de Ministros «para controlar el Gobierno». Liberado de la necesidad de ganarse su cariño, el presidente abandonó las formas suaves y el tono cómplice de jornadas anteriores y se despachó a gusto con su hasta hoy socio.

«Usted ha tratado de humillarnos», le respondía a continuación Iglesias en el estrado frente al visible no que le devolvía Sánchez desde su escaño minutos antes de que el líder morado se sacara del bolsillo su última oferta de rebajas: no al Ministerio de Trabajo y sí a las políticas de empleo. Por un instante, pareció que el Congreso iba a convertirse en un zoco turco, pero el balanceo de cabeza con el que el candidato respondió a aquella propuesta dejaba a las claras que el pescado había entrado a la lonja vendido.

Ya podía Rufián convenir a ambos políticos al concilio bajo la amenaza de la llegada de la derecha, que allí ya no había nada que negociar, y menos aún que conciliar, visto el nivel de dentelladas. Fue muy celebrada la confesión que hizo de ser «uno de la banda de Sánchez», dedicada a Albert Rivera, y generó sonoras carcajadas en las bancadas socialistas y moradas la comparación que trazó del drama de la izquierda con las costumbres que distinguen al sector conservador del Parlamento: «Mírenlos haciendo palmas con las orejas. A estas horas, ellos ya habrían pactado hasta los sobresueldos», señaló antes de regalarle a Sánchez e Iglesias un ejemplar del libro de cuentos que Oriol Junqueras ha escrito en la cárcel.