Antonio Banderas es un tipo de una pieza, sólido, sin aparentes fracturas; alguien de esos a los que la sociedad admira por su trayectoria ejemplar, admirable, de esfuerzo y de pico y pala. Quizás por eso sus dos grandes interpretaciones, aquellas por las que la crítica recordará verdaderamente su carrera, son las de dos personajes que resultan todo lo contrario: el Ricky de ¡Átame!, un enfermo mental, obsesionado hasta el delirio por el amor de una mujer con la que espera encontrar el lugar que la vida le ha negado; y el Salvador Mallo de Dolor y gloria, un director de cine en plena crisis y zozobra creativa y vital, lastrado por los achaques de su cuerpo y sus dudas existenciales. Son un par de hombres vulnerables, débiles, traumatizados y hasta infantiles, a los que Banderas presta cuerpo y voz en sus momentos crepusculares, difíciles... Los que atravesamos los que no somos iconos. Quizás los ídolos solo logren emocionarnos cuando se acercan a nosotros, cuando comprenden nuestras incapacidades, abandonan por un rato su inmortalidad y se arriesgan a ser perecederos. La mirada de triste serenidad con la que el malagueño completa a Mallo nos reconcilia con el héroe, desde la humanidad, asumiendo el fracaso íntimo sin aspavientos, desde ese cierto estoicismo que le debe de llegar a uno cuando ya ha vivido mucho, con intensidad, y ahora sabe que toca el último acto y, con suerte, el epílogo. Cuando Antonio Banderas dijo que había sufrido un infarto, muchos se sorprendieron: aún joven, bien vivido, en forma, triunfador, nos confesaba esas fracturas que no alcanzábamos a ver.