Albert Rivera inauguró anoche en la sede de Ciudadanos en Madrid la campaña de las generales, a la que llega con su electorado dividido en dos almas. Quienes se acercan más a las tesis socialdemócratas y quienes coquetean con la derecha más conservadora. Ninguna de ellas muestra especial fidelidad a la marca naranja, lo que sitúa a Cs frente a la angustia existencial. Ya lejos del sueño del 2015 por ser el líder que reemplace al PP, Rivera se conforma el 28-A con alcanzar siendo bisagra en un eventual gobierno con Pablo Casado y Santiago Abascal, una alianza de derechas a la andaluza que expulse a Sánchez de la Moncloa aunque ello implique pactar con Vox.

Cs confía en que las dos semanas de campaña le sirvan para ganarse al electorado indeciso, especialmente en las provincias clave de la España vacía donde se quedó sin escaño por un puñado de votos en las últimas legislativas. Darán la batalla en plazas como Málaga, Badajoz, Murcia, Cádiz, Las Palmas, y algunos enclaves en Castilla-La Mancha y Castilla y León. Creen que crecerán respecto al 2016 gracias ese estrecho baile de escaños, pero no hablan de vuelco electoral. Salen en tercera posición en las encuestas, muy por debajo del PP.

Consciente de que no podrá superar a los conservadores a pesar del hundimiento que también se augura para los populares, Rivera centrará su campaña en tender la mano a Casado para visibilizar ese posible gobierno de derechas. Es una estrategia arriesgada que deja fuera a la mitad de su electorado pero que busca conquistar a los simpatizantes del PP en fuga y aumentar la credibilidad de su veto a Sánchez.

Otro gran puntal en la campaña de Cs será agitar el miedo a un pacto de Sánchez con fuerzas independentistas que le garanticen la investidura. Confían en un cierto efecto Inés Arrimadas. La candidata demostró tablas en las elecciones andaluzas y es un activo al que Rivera no puede renunciar.