Ayer, con los votos, juntos y revueltos, del PP, Cs, ERC y el PDECat, el Congreso tumbó con una mayoría muy cualificada, de 191 votos contra 156, el proyecto de Presupuestos del 2019, abocando así a España a unas nuevas elecciones generales. El Parlamento es la expresión de la soberanía popular y así será.

Con todo, no deja de ser un signo de acusada anormalidad que PP, Cs y Vox convocaran el domingo una manifestación pidiendo elecciones generales para salvar España, que el independentismo calificó de absoluto fracaso del extremismo, y que 72 horas después los secesionistas hayan votado junto con PP y Cs -no con Vox, que hasta ahora no tiene diputados- contra los Presupuestos de Pedro Sánchez, forzando así las elecciones que pedían Pablo Casado y Albert Rivera. ¿No saben que así brindan a la derecha una victoria política y corren el riesgo de encontrarse con una mayoría absoluta de la triple derecha (hay encuestas que lo pronostican), cuyo objetivo es liquidar la autonomía catalana con un 155 de duración indefinida y más duro que el de Mariano Rajoy?

Bien mirado, no sorprende del todo, porque el 27-0 del 2017 ERC y JxC ya votaron una declaración unilateral que sabían que solo llevaría al 155. Puede ser que, como dijo Miquel Iceta, el secesionismo no pierda nunca la oportunidad de perder una oportunidad. Entonces la mediación de Iñigo Urkullu y ahora la desinflamación de Sánchez.

Quizá el independentismo tenga un potente instinto masoquista o puede que su división -la guerra de jefes entre Carles Puigdemont y Oriol Junqueras y de aparatos entre ERC y la posconvergencia- le incline al error, pero a la hora de la verdad los que tanto gritan contra el 155 hacen todo para no evitarlo. El 27-O del 2017 y ahora. ¿Hasta cuándo una parte relevante del voto catalanista seguirá secuestrado por un separatismo verbal que ha llegado a su máximo nivel de incompetencia? Solo Dios lo sabe porque Quim Torra, polichinela de Puigdemont, fue el que provocó -publicando en un momento clave de las delicadas negociaciones de Elsa Artadi y Pere Aragonès con Carmen Calvo sus estúpidas 21 condiciones- la ruptura con Madrid. Sánchez, contrariado por una parte del PSOE e inquieto por el rampante populismo de Vox, no podía soportar más la pinza de la derecha parlamentaria con el cuanto peor mejor de Puigdemont.

Pobre Campuzano, intentó un arreglo hasta el último minuto, y ahora Puigdemont querrá que no repita en la lista del PDECat. ¡Esperemos que esta vez Waterloo salga trasquilado!

Claro que el secesionismo no es el único que ayer mostró sus contradicciones. Albert Rivera, que dice encarnar la nueva política y la superación del insano bipartidismo, llegó a decir que «los Presupuestos pactados en la cárcel por Pablo Iglesias», que es quien manda en la economía, se habían estrellado. ¡Vaya relato liberal! E incluso añadió que en el voto contra las cuentas perdió Sánchez y ganó España. ¿Qué España? ¿La de la madrileña plaza de Colón del pasado domingo? ¿O la que precisa los votos separatistas para derrotar al PSOE?

El objetivo de Rivera

Pero al menos Rivera consiguió el objetivo principal que desde junio persigue una parte de la derecha política, no tanto de la económica que desea una cierta estabilidad: derribar al Gobierno socialista. Rivera es coherente con su objetivo. Pero, ¿cuál es la coherencia que Puigdemont y Torra lograron imponer ayer a los grupos parlamentarios secesionistas? Arriesgar que cuando salgan las sentencias del Tribunal Supremo contra Junqueras, Jordi Sànchez y los demás, en la Moncloa no esté Sánchez sino Casado? ¿Construir una pista de aterrizaje para los tres partidos de derechas que agitan la opinión española con el mantra de «arreglar» la situación de Cataluña con otro 155?

Las cosas son como son. Estamos ante unas elecciones que serán crispadas y que es posible que no clarifiquen el horizonte, ya que el gran fraccionamiento político no ayuda a la estabilidad. Lo ideal sería que los electores premiaran a los partidos con un programa basado en la racionalidad y no en los instintos primarios. Y que tras las elecciones surgiera un Ejecutivo sensible a los desafíos económicos y sociales, y cimentado en el pacto de proyectos e intereses y no en estériles trincheras partidistas. Pero en los tiempos que corren -no ya en España, sino en Europa (ahí está Italia)- no hay ninguna certeza de que ese sea el horizonte inmediato.

El único motivo para un cauto optimismo es que desde 1975 ya hemos superado momentos muy oscuros. La jurisprudencia sociológica dice que España tiene capacidad para digerir sus crisis.