Viven cada una en su casa, unas solas y otras acompañadas, pero reservan ciertas horas a la semana para estar juntas. Son las chicas de oro del barrio del Guadalquivir, algo así como pandilleras (en el buen sentido de la palabra pandilla) de la Tercera Edad. Igual que los hombres se reúnen para jugar al dominó, ver el fútbol y tomarse la copita, las mujeres lo hacen para desayunar, comprar el cupón del viernes, mover el esqueleto y divertirse juntas. A esas reuniones, los hombres no están invitados. «Es nuestro momento», afirman entre risas. Acumulan achaques de todos los colores, pero todas se ven mucho más jóvenes y activas que los hombres de su edad. «Nosotras tiramos para adelante con todo», coinciden cuando se les pregunta, «estamos más preparadas que ellos para vivir solas, llegado el momento».

En las pandillas de mujeres mayores, se mezclan las casadas, las viudas y las separadas, el estado civil es lo de menos. Acostumbradas a economizar el tiempo, se mueven a gran velocidad. «Salimos a andar o a la gimnasia muy temprano, luego desayunamos juntas y de ahí, cada mochuelo a su olivo para hacer la comida, comprar, limpiar y recoger a los nietos o sentarse a ver la tele», explican algunas. Aunque muchas vivan solas mantienen costumbres de familia numerosa. «Yo sigo cocinando en la olla grande, hago mis guisos y los congelo para sacarlos poco a poco», comenta María, madre de dos hijos y viuda desde hace 15 años. Se quejan del recorte económico que impone la viudedad. «Cuando se muere tu marido sigues teniendo los mismos gastos, pero menos dinero, hay que estirarlo como un chicle», explican, «lo peor es el recibo de la luz y el dineral que se te va en medicamentos porque ya casi todo es de pago». Aprenden a marchas forzadas, ya sea a utilizar el móvil o a hacerse cargo del papeleo. «Cuando no me entero de algo del banco, llamo a mis hijos y ellos se encargan», confiesa una.

La vida les dio un vuelco al quedarse solas. «Por muchos años que pasen, echas de menos a tu marido todos los días», repiten las viudas mientras el resto toca madera. «Mi marido era muy chapado a la antigua, cuando nos casamos tuve que dejar mi trabajo, hasta que él murió y no me quedó otra que sacar a mis hijos adelante», relata Pepa, viuda desde hace 29 años. «Desde que murió, no he vuelto a dormir en la cama, se me hace muy grande, así que me duermo en mi sofá con la tele puesta toda la noche». Una vez se cayó estando sola. «Se me quedó cada pierna para un lado, y como tengo una prótesis, pensé que me había roto algo, pero sabía que tenía que levantarme y poquito a poco, me puse en pie».

Para sentirse sola no hace falta estar viuda. Algunas se han convertido en cuidadoras de sus parejas, una dura carga que afrontan con entereza. «Mi marido sufrió un ictus y no puedo dejarlo solo, salvo estos ratitos de por la mañana», explica Valle.

Pepi, de 82 años, lleva 40 meses viuda. «Después de 66 años con una persona, cuesta empezar de nuevo», comenta sincera, «yo tuve suerte, mi marido no era muy machista porque yo no lo dejé nunca serlo tampoco». Acostumbrada a una actividad intensa durante toda su vida, en esta nueva etapa, mantiene las pilas cargadas. «Siempre he estado en asociaciones de mujeres, y en mi partido político, hemos salido mucho así que ahora no te puedes meter en casa, eso es lo peor». De puertas adentro, cada una se apaña como puede, sin molestar demasiado. «Yo ya no puedo limpiar los cristales ni lavar las cortinas», explica María, «así que tengo que llamar a una mujer para que venga aunque me cuesta el dinero, porque no tengo ayuda a domicilio, y me lo tengo que quitar de mi paga. Los hijos vienen «cuando pueden», aseguran sin atisbo de reproche, «mientras te puedas valer por ti misma, no hay problema».