Cuenta Carmen Calvo (Cabra, Córdoba, 1957) que su abuelo le enseñó a encarar la vida con valentía y que ese aprendizaje ha guiado su trayectoria hasta hoy. Adversarios políticos, compañeros y colaboradores dan fe de ese coraje; unos desde el calvario que les ha hecho pasar y otros desde el aplauso a su valentía. Dicen, quienes la conocen, que su maternidad a los 22 años (tiene una hija) y su precoz conciencia feminista en una Transición patriarcal le forjaron ese carácter rocoso. Ella lo lleva a gala y parece haber aprendido a mimar esa personalidad desde que se levanta cada mañana, a las seis, y se reserva la primera hora del día para sí misma, antes de sumergirse en el avatar de una vicepresidencia en la que Pedro Sánchez depositó el peso de la política de Igualdad y los dos grandes quebraderos de cabeza de un Gobierno que nació débil por su fragilidad parlamentaria: el independentismo y Pablo Iglesias.

La vice, como la llaman los suyos, es la mujer fuerte del Ejecutivo con más mujeres, una de las que estos días se dejan la piel en la campaña, pese que el foco está en los hombres. Una de las personas más próximas al presidente, relación en la que algunos ven una pugna con el jefe de Gabinete, Iván Redondo. Si la hay, ella no la revela, y sonríe, porque en lo personal solo habla de sus dos nietos.

Calvo llegó a la política como independiente en las filas del PSOE y Manuel Chaves la eligió como consejera de Cultura de la Junta en el 2000. Cuatro años más tarde José Luis Rodríguez Zapatero la llevó a Madrid como ministra de esa misma área y ahí le toreó en una de las plazas más complicadas por primera vez: Cataluña.

Defendió la controvertida devolución a la Generalitat de los archivos expoliados por las tropas franquistas tras la Guerra Civil, que permanecían en el archivo de Salamanca. Peleó por poner fin a la piratería intelectual y la ley del cine, fue vicepresidenta del Congreso y, tras la derrota de Zapatero, volvió a Córdoba, a dar clases en la universidad. En el pueblo conserva su casa, a la que, dice, le gusta volver para reunir a sus amigos y cocinar potaje de habichuelas de su tierra con la calma que Madrid no le concede.

Calvo volvió a la arena política en el 2017 para apoyar a Pedro Sánchez frente a Susana Díaz. Él la designó vicepresidenta y la ha situado desde entonces a la cabeza de los dos grandes conflictos que ha atravesado el Gobierno en su breve andadura: Cataluña y la investidura.

Artífice del diálogo

Fue la interlocutora con la Generalitat. Reconocen los independentistas que logró trabar una relación fluida con su homólogo en el Govern, Pere Aragonés (ERC), y también con la entonces consellera de Presidencia, Elsa Artadi, (PEDECat) en pos de un apaciguamiento que cristalizó en un encuentro con Quim Torra el 21 de diciembre en Barcelona que dio pie a la Declaración de Pedralbes, un comunicado conjunto en el que se apostaba por una salida política al conflicto catalán. Tanto y tan poco.

Lo conseguido voló por los aires con el torpedo lanzado por ERC y PDECat a los Presupuestos, en febrero, una decisión que tumbaría la legislatura y provocaría el adelanto electoral de abril. Calvo lidió esa semana con un enorme dolor de muelas (tuvo que ser intervenida) y con la crisis del relator, que prácticamente liquidó la política de «ibuprofeno» (como la bautizó el ministro de Exteriores Josep Borrell). Desde entonces, Calvo mantiene un hilo de conversación con Aragonés, pero en la discreción.

En verano, Sánchez situó a Calvo como punta de lanza del comité negociador con Unidas Podemos. Los morados dieron fe de la proverbial locuacidad de la vice. Hay quien señala que se sentó a la mesa con la misión de no llegar a acuerdo alguno y de bajar las persianas en cuanto Iglesias rechazó la oferta de coalición de Sánchez porque nunca hubo voluntad de acuerdo.

Ella lo niega y explica que el líder de la formación morada nunca estuvo dispuesto a pactar con los socialistas tras haber renunciado a la vicepresidencia.