A reserva del debido estudio en profundidad, caben ya algunas puntualizaciones sobre la sentencia del caso Nóos. Estamos ante un caso paradigmático en que la verdad judicial, que no es mentira ni niega la realidad, es más corta que esta última. El mal sabor de boca existente -confusión de justicia con venganza al margen- se debe a una razonable convicción: lo más sustancioso de la trama, por sus extensísimos tentáculos, ha resultado inalcanzable. La investigación duró cinco años y llegó donde llegó, la mayor parte del tiempo practicada del bracete por el juez de instrucción, José Castro, y el fiscal, Pedro Horrach. Hasta su divorcio.

Tampoco ha de olvidarse que el extenso auto de apertura de juicio oral, casi 200 folios, dejó fuera, con poco más de línea y media, a Carlos García Revenga, el vínculo entre la Casa Real, de quien era empleado, y la infanta Cristina de Borbón. Ahí se cegó una vía esencial que solo los historiadores podrán reabrir.

Dicho esto, hay que recordar que, rigiendo como rige el principio acusatorio, los jueces no pueden decir ni dar más que lo que las acusaciones piden y si estas lo prueban. Y estas no han probado lo que entendían como delitos en Valencia y Madrid. Solo los cometidos en el ámbito de las Illes, y no todos. Surgen prevaricación administrativa, malversación, fraude a la Administración y tráfico de influencias. Hay que añadir sendos delitos fiscales de Iñaki Urdangarin y Diego Torres; y blanqueo de dinero para este último. Tanto la infanta Cristina como Ana María Tejeiro, esposa de Torres, son absueltas de los delitos atribuidos. En cambio, se les impone una sustancial responsabilidad civil a título lucrativo. Eso ocurre cuando, sin haber tomado parte en la comisión del delito, el sujeto se beneficia del mismo. Como señala la jurisprudencia: se participa del delito, pero no en el delito. No es, en mi opinión -salvo alegar ceguera- menor tacha, cuando menos moral.

La ausencia de castigo por no apreciar delito en la infanta Cristina se debe, dice expresamente la sentencia, a que «no ha resultado acreditada la participación de [ella] en la ocultación del hecho imponible relativo al Impuesto sobre la Renta…». Ello se debe a que quien realizaba las operaciones era el condenado Urdangarín, utilizando las sociedades como mera pantalla para evitar la atribución personal de las rentas.

Tan ausente de los hechos se encontraba la infanta, que condena en costas a Manos Limpias, la única acusación contra aquella, por no poder sustentar la imputación visto el desarrollo de la prueba.

Sin bastante prueba no hay delito. No cuenta la opinión negativa que merezca disparar con pólvora de rey, es decir, con dineros de todos. Si las operaciones han seguido un mínimo orden y constan efectuadas las prestaciones, no habrá delito. La perversión del sistema actual impone que sin condena no hay reproche político.

Por último, cabe reiterar una frase que quedará para la historia de la picaresca hispana. El «hagámoslo» de Jaume Matas. Este era su grito de guerra, como buen cacique: ni documentación, ni publicidad, ni control institucional alguno. Nada: solo su voluntad. Puro decisionismo autoritario no exento de jabón cortesano del que más de un beneficio obtuvo, aunque de poco le va a servir después de purgar todas las piezas, más de 30, del caso Palma Arena.

Continuará.