En una obra de teatro que hicieron unas brillantes y creativas compañeras de carrera salía un personaje maravilloso que, cada vez que entraba en escena, decía algo así como “Soy Doris Lewin, del quinto quintil”. El quinto quintil, el 20% más rico de la población. Era sorprendente porque rompía un tabú: nadie se presenta a sí mismo con su clase social, ni quien la ostenta de forma más evidente ni quien la carga de la manera más dolorosa. Claro que esto tiene sus consecuencias.

De los muchos años que llevo trabajando en pobreza, rara vez me he encontrado con personas que se definieran a sí mismas como pobres. Una parte importante de las personas a las que he entrevistado se perciben a sí mismas pasando por dificultades, incluso cuando estas son más o menos permanentes, incluso cuando han vivido en ese estado de emergencia económica al que llamamos pobreza durante toda su vida.

Una madre me contaba el dolor que le había causado el momento en que su hija, en un conmovedor arranque de generosidad, le ofreció los ahorros de su hucha. Había escuchado que sus padres tenían problemas para pagar el alquiler y quería ayudar. Se encendieron todas las alertas: no se vuelve a hablar de los problemas de dinero mientras las niñas estén despiertas. Un padre, off the record, me contaba que había llorado, escondido, la primera vez que les habían cortado la luz. Son las cosas, me decía, que si te pasan a ti solo son una putada, pero si te pasan con una familia son una tragedia. Porque reconocerse pobre es doloroso. No tenemos un relato para la pobreza a salvo de los prejuicios.

Esto es un problema mayor del que pensamos. Porque si una persona no se percibe a sí misma dentro de un grupo, con problemas comunes, cuyos derechos están siendo vulnerados, difícilmente hará presión para obtener esas soluciones. Eso que el movimiento de mujeres ha mostrado con una fuerza arrolladora o los jubilados entrando en el Congreso para exigir una subida en sus pensiones, es la pelea por una demanda común que las personas que viven en pobreza difícilmente harán. Si lo padres y madres de los más de dos millones de niños que viven en pobreza en España no salen a reivindicar sus derechos, los suyos y los de sus hijos e hijas, ¿quién defenderá sus intereses? ¿Los partidos políticos priorizarán la situación de los más vulnerables si los más vulnerables están en silencio? ¿La clase media será capaz de aliarse con las necesidades de aquellos que han tenido peores oportunidades en la vida? Yo, que soy optimista militante, creo que sí. Que a la mayor parte de la gente nos importa la sociedad en la que vivimos, y que si tenemos que elegir, elegimos vivir es una sociedad justa e igualitaria.

Escribo esto el 17 de octubre, Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, que es un momento perfecto para señalar que en España existe un problema sin resolver: una pobreza porfiada, que nos acompaña desde hace décadas, que afecta a millones de personas, de los cuales 2,2 millones son niños y niñas. Una pobreza que sigue siendo alta a pesar de la recuperación económica porque no estamos haciendo lo necesario para erradicarla. Que las personas que viven en pobreza están luchando por sobrevivir y que si nos importa vivir en una sociedad justa, su causa, la que ellos no pueden reivindicar, puede ser la nuestra. Puede ser la tuya. Es urgente que nuestros representantes políticos actúen -especialmente ahora, que se acerca una discusión por los presupuestos- y que los ciudadanos les exijamos que hagan esfuerzos serios por luchar contra la pobreza.