En las aldeas de Castanheira de Pera están acostumbrados al fuego. Pero no a uno como este. Supieron que el de Pedrógão Grande era distinto a cualquier otro en cuanto asomó el sábado por la cima del último monte que separa ambos municipios. Nunca habían visto llamas tan grandes, ni tan rápidas. En cuestión de minutos, el peor incendio que se recuerde en Portugal, ya estaba llamando a su puerta. Hasta anoche, cuando seguía sin control, había quemado 30.000 hectáreas.

«Si te ha costado toda la vida ganarte tu casa, te quedas a defenderla», explica David Serra, un camionero de Moita, para que se comprenda por qué nadie huyó cuando todavía parecía posible hacerlo. A Paula, de Sarzedas de Sao Pedro, tampoco se le pasó por la cabeza dejar su residencia. En lugar de eso, lo que hizo fue armarse con cubos de agua y bajar todas las persianas. Por enternecedora que resulte esta defensa doméstica, serviría de poco. Porque lo que estaba a punto de pasar justo a continuación, según cuentan ellos mismos, es difícil de «describir».

Primero llegó un viento furibundo. Y enseguida el humo convirtió la tarde soleada de aquel sábado en una noche cerrada y hostil. Había tanta oscuridad que los vecinos dejaron de verse y la sensación de aislamiento se adueñó de cada casa. La temperatura subió y, tras esta, llegó el fuego, empujado en todas direcciones por rachas de aire contradictorias y ruidosas.

«Era un huracán de fuego y de humo», recuerda Paula asustada. «Las hojas y la ceniza se colaban por debajo de la rendija de la puerta», añade. «Había llamaradas que corrían bajas de un lado para otro», cuenta María Fernanda, de Sarzeada Do Vasco, marcando con la palma de la mano la altura de un niño de 10 años. Fue en estas condiciones que las familias de Sarzedas de Sao Pedro, Vila Facaia, Moita, Pobrais, Valinha o Sarzeada de Vasco tuvieron que tomar la decisión de resistir entre cuatro paredes que azotadas por aquel infierno parecían de papel o coger el coche y huir.

Casi todos los que resistieron sobrevivieron. Sin embargo, los que eligieron la segunda opción -a todas luces también la más humana- se equivocaron. Casi todos tomaron la N-236, que no había sido cortada por las autoridades, hacia Figueiró dos Vinhos, en dirección opuesta a Pedrogao. Pero muchos nunca llegaron hasta un pueblo que está a solo un puñado de kilómetros. «El fuego les atrapó. Algunos murieron abrasados dentro del coche, y otros salieron e intentaron proseguir la huida a pie, aunque tampoco lo lograron», explica Paula, cuya casa está junto a un turismo abrasado en el que perdieron la vida cuatro de sus vecinos.

Muchos de los coches que aún están calcinados en los laterales de estos caminos tienen las puertas abiertas. En uno, que sigue inmóvil en Sarzeada de Vasco, murieron tres personas y hay tres puertas abiertas. Tal vez cada uno de los miembros de esta familia desaparecida trató de sobrevivir corriendo en una dirección distinta.

No todas las víctimas se cuentan en el mismo tramo, ni siquiera en la misma carretera. Hubo muchos atrapamientos distintos, muchas familias que tomaron la misma decisión y encontraron el mismo fin. La cifra de 63 muertos convierte el fuego forestal de Pedrogao Grande en uno de los más violentos que ha conocido Europa.

María tiene una cafetería en Vila Facaia. Ayer estaba sentada junto a un congelador que almacena helados derretidos porque llevan tres días sin electricidad. «Estamos muy tristes, muy tristes», dice con una mueca no exenta de rabia. «Nos abandonaron, nunca vino ningún bombero aquí, ni antes de las llamas, ni cuando lo quemaron todo ni cuando se fueron». La queja de María se repite en el resto de aldeas, sin mucho afán, pero con dolor. Aseguran que lo que ocurrió fue que el incendio llegó dispuesto a acabar con todos ellos y los bomberos, sencillamente, ni siquiera se presentaron. «No vimos a ningún bombero, estuvimos solos, mi marido y yo», sentencia María Dolores desde la entrada de una residencia de Valinha Fontinha que, tras el paso de las llamas, se ha convertido en la única casilla blanca dentro de un tablero de terreno carbonizado, enteramente gris.

CENIZAS / Jorge es, o mejor era, el dueño de un aserradero, el Progreso Castanheirense, con 50 trabajadores. El fuego lo ha reducido entero a cenizas. Ha fundido siete camiones y seis máquinas. «Sin ayuda del Gobierno, este ha sido el fin», asegura. Era una fábrica clave para la zona. Aquí la mayoría vive de la tala de pinos y eucaliptos, explica David, el camionero que los transporta hasta España.

Antonio López es otro que también cruzaba a menudo la frontera española para ganarse la vida. Era un feriante que frecuentaba Valencia. Todavía guardaba de aquel pasado un tiovivo junto a su casa. Pero la destrucción se ha llevado ese recuerdo. El metal del que estaba hecha la estructura, ahora es un charco sólido en el suelo. Aún se adivinan entre el amasijo de hierro unos caballitos. Antonio lo cuenta con una sonrisa de incredulidad, sigue siendo incapaz de asimilar la tormenta de fuego que ha caído sobre su aldea.