Empieza sus clases con música. Ludwig van Beethoven, por ejemplo. Después, pone un vídeo en el proyector y los alumnos ven cómo arde una cerilla. Más tarde, y sin una sola hoja de apuntes, coge sus tizas de colores y empieza a escribir fórmulas en la pizarra. Las explica con pasión. Les dice a sus alumnos que la química orgánica no es tan fiera como pinta. Y les habla de cine. De Julia Roberts y el cromo, de Matt Damon y la química orgánica, de Sean Connery y los radicales libres. Todo es química.

Profesor e investigador en la universidad pública holandesa Radboud (Nimega), Daniel Blanco (Madrid, 1973) acaba de ser premiado con el título de mejor docente universitario de Química de Holanda, otorgado por la Real Sociedad de Química. El jurado ha decidido que Blanco es un maestro excelente. El mejor del país. Un país que no es el suyo. España lo formó (estudió en la universidad pública) y años después lo expulsó. «No quise irme. Pero la falta de oportunidades para los docentes y los investigadores es hiriente. No me quise convertir en un zombi desmotivado más de los muchos que veía por los pasillos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)», explica. Tampoco quiso zambullirse en el «endogámico» mundo de la universidad española, donde se topó con injustas trabas laborales. En la ceremonia de entrega del premio al mejor docente de Holanda, cogió el micrófono y dio irónicamente las gracias a varios de sus profesores de la Universidad Autónoma de Madrid. «Aprendí mucho de ellos. Aprendí cómo no se debe enseñar», soltó.

Aplaudido a final de curso

Desde hace siete años, Blanco es profesor de varias asignaturas relacionadas con la química orgánica en la Radboud, una universidad holandesa donde todas las clases se imparten en inglés. Sus alumnos están en los últimos años de la carrera y tienen entre 21 y 23 años. Él no solo pretende que los chavales aprendan conceptos. Quiere que sepan pensar, que espabilen, que se busquen la vida y, sobre todo, que separen la morralla de la información verdadera. Cuando termina el curso, a Blanco le aplauden. No hace falta que se pongan encima de los pupitres y griten «Oh, capitán, mi capitán», él se siente igualmente el Robin Williams de El club de los poetas muertos. Está convencido de que otra manera de enseñar es posible. Cree firmemente en la revolución de la educación y confía ciegamente en los jóvenes. El futuro es suyo.

Firme defensor de la cultura del esfuerzo, tiene por lema motivar a sus alumnos. La motivación de los estudiantes fue, precisamente, el tema que desarrolló para obtener su diploma de docencia. ¿Cómo se motiva? Ahí va su receta: «Primero, tienes que ser una referencia para los alumnos y saber mucho de la materia que impartes. Se lo tienes que hacer fácil, aunque no lo sea. La dedicación es básica. También la pasión y el entusiasmo.

Debes tener muy claros tus objetivos como docente. Han de ser tan asequibles como desafiantes. Para mí, es vital crear un vínculo con los estudiantes, comentarles su desarrollo y elegir palabras no hirientes cuando lo hacen mal. Debes hacer que las asignaturas sean entretenidas y divertidas». ¿Y cómo se hace todo eso? «Dedicando muchas horas a preparar cada clase y siendo exigente contigo mismo y con los alumnos».

Cualquier profesor que entre en clase y se dedique a leer una pila de apuntes debería ser despedido de inmediato, según el profesor premiado. A él siempre le ha apasionado enseñar. A los pocos meses de aprobar la asignatura de Química Orgánica montó una academia. La educación se debería escribir con mayúsculas, insiste. La docencia tendría que ser una profesión admirada y reconocida, la élite de la sociedad. «Sin embargo, mucha gente cree que los profesores hemos fracasado en el mundo laboral y no hemos encontrado otro sitio mejor para trabajar», se lamenta Blanco, cuya fotografía está expuesta en el mural de la fama de su universidad holandesa.