El atentado terrorista del 2011 en Utoya -un demente fascista llamado Ander Breivik mató a 69 jóvenes campistas en esa isla noruega- fue tal sinrazón que es lógico que el cine se haya lanzado a tratar, posiblemente en vano, de meditar sobre él. Y a Paul Greengrass, que lleva tiempo preparando su versión de los hechos, posiblemente no le hará ninguna gracia oír hablar de 'Utoya 22. Juli', que este lunes en la Berlinale ha logrado lo que todas las películas aspirantes al Oso de Oro deberían intentar y prácticamente ninguna había hecho hasta ahora este año: dar de qué hablar, generar divisiones, y quedarse en la memoria.

Su director, Erik Poppe, afirmaba esta mañana haberla hecho para contribuir a un "proceso de sanación"; y para ello, probablemente para contrarrestar la fascinación morbosa hacia Breivik mostrada en su día por una prensa aparentemente interesada solo en el perpetrador -también Greengrass se centrará en su figura-, 'Utoya 22. Juli' se centra exclusivamente en las víctimas. Pese a ello ya hay quienes la han tachado de inmoral; quizá algunos de ellos sean los mismos que hoy, durante su proyección para la prensa, la han abucheado. La acusan de convertir la muerte y el sufrimiento en un virguero entretenimiento a la manera de un tren de la bruja.

Indudablemente la película genera emociones viscerales constantes. Toda ella es un plano secuencia de hora y media, durante el que la cámara permanece pegada a la joven Kaja (Andrea Berntzen). Transcurre en tiempo real: dedica 72 minutos al ataque de Breivik, exactamente los mismos que duró en realidad. Y durante ese tiempo Poppe se muestra increíblemente eficaz haciendo que sintamos físicamente lo que siente su protagonista: la confusión, el terror, la tensión, la impaciencia, la incertidumbre, las sacudidas corporales que le provocan los cientos de disparos que suenan a su alrededor como martillos percutores. Cierto que, como aseguran quienes la rebaten, 'Utoya 22. Juli' ni se molesta en ofrecer una miríada de puntos de vista ni reflexiones sociopolíticas de fondo pero, ¿una atracción de feria? Lo sería si después de verla uno no saliera del cine devastado por todo lo que aquellos chavales sufrieron, y por lo gratuita e imparable que puede llegar a ser la monstruosidad humana.

Daniel Brühl y Rosamund Pike, en la presentación de '7 días en Entebbe' en Berlín /AP / MARKUS SCHREIBER

Por si 'Utoya 22. Juli' no se bastara para reivindicarse, hoy además ha recibido una ayuda inestimable desde fuera de la competición: 'Siete días en Entebbe', una nueva recreación -ya hay varios telefilme sobre el aunto- del secuestro de un avión de Air France perpetrado en 1976 por un grupo propalestino. Dirigida por el brasileño José Padilha, ofrece el tipo de reconstrucción convencional y tediosa que tanto recuerda a una entrada de la Wikipedia y en la que los personajes solo abren la boca para verbalizar los temas de la película y su vigencia política. Incapaz de generar siquiera un ápice de tensión dramática -las atroces interpretaciones, sobre todo las de Daniel Brühl y Rosamunde Pike, sin duda no ayudan-, culmina en una de las peores secuencias de acción que se recuerdan: un montaje que pone en paralelo la operación de rescate israelí con una representación teatral en la que los actores se van quedando en pelotas sobre el escenario. Inexplicable.

La tragedia hecha cliché

La actriz Marie Baeumer, la directora Emily Atef y la actriz Birgit Minichmayr, en la presentación de '3 días en Quiberon' /EFE / CLEMENS BILAN

También de la realidad se nutre la otra candidata al Oso de Oro presentada este lunes: '3 días en Quiberon' visita la clínica de rehabilitación en la que Romy Schneider dio a un par de periodistas de la revista 'Stern' la que resultó ser la última entrevista de su vida. A lo largo de la película se nos desvela que la actriz vivía azotada por sus adicciones y que era a la vez insegura y arrogante y autodestructiva y víctima tanto de las expectativas del público como de la prensa carroñera. En otras palabras, justo igual que tantos otros cantantes y actores y actrices y divas a lo largo de la historia. La directora Emily Atef en ningún momento trasciende el tópico, básicamente porque no tendría sentido: lo que hace que sigamos hablando de Schneider más de tres décadas después -de ella y de cualquier otro mártir de la fama- es cuanto su vida y su muerte tienen de trágico cliché. Y esta película se limita a adentrarse en él y pormenorizarlo de forma competente, aunque generando en el proceso un interés más bien vago excepto para mitómanos completistas.