La memoria, ese proceso por el cual el cerebro puede almacenar información sobre experiencias de nuestra vida, funciona de una manera fascinante. Sí, a todos nos ocurre lo mismo. Un par de notas son suficientes para que logremos acordarnos a la perfección de las canciones de nuestra infancia, pero cuando llega el momento de recordar qué cenamos anoche nos quedamos en blanco. Y es que nuestra manera de codificar, almacenar y recuperar la información depende de factores como la edad, el contexto e incluso las emociones relacionadas con la experiencia.

Según explica el divulgador científico Daniel Orts, la memoria funciona fundamentalmente a partir de dos mecanismos: la repetición y la emoción. Hay prácticas y experiencias que recordamos a fuerza de repetirlas y luego hay otras que, en cambio, se nos quedan grabadas en la memoria debido a la emoción que sentimos en aquel momento. El primer caso explicaría cómo logramos aprender el contenido de un examen. El segundo, un momento feliz de nuestra vida. Pero ¿qué ocurre con las canciones que cantábamos cuando éramos pequeñitos? ¿Cómo es posible que consigamos recordarlas a la perfección tras tantos años?

Canciones infantiles

Canciones como las de Familia Telerín, Oliver y Benji, Dragon Ball, Doraemon y Heidi han quedado grabadas en nuestra memoria por repetición y emoción. Las melodías de estos dibujos animados nos han acompañado día tras día durante años, así que el estímulo se ha repetido de manera constante durante mucho tiempo. Esta misma experiencia, además, se ha asociado con emociones positivas de nuestra infancia.

Existe también un tercer factor que explica por qué el recuerdo de estas canciones se queda grabado en nuestros recuerdos: el contexto. Según explica el neurocientífico Rodrigo Quian-Quiroga en Qué es la memoria (Ariel), las experiencias no se registran de manera aislada. Así, los mecanismos de memorización en los que dotamos una determinada experiencia de contexto y significado contribuyen a consolidar la memoria a largo plazo. Nuestros recuerdos sobre las canciones infantiles, por lo tanto, quedarán siempre sujetos a los recuerdos de nuestra infancia.

Jordi Costa Faidella, profesor de la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Neurociencias, explica que durante la infancia nuestro cerebro es mucho más moldeable que en otras edades. De ahí que cada nueva experiencia adquirida durante esa etapa resulte más relevante en el proceso de consolidación de recuerdos. «Al no contar con muchas experiencias almacenadas anteriormente, el valor de novedad y el contenido emocional de cada experiencia son mucho mayores en la infancia que en la edad adulta», argumenta el neurocientífico. «Esto significa que los cambios estructurales que permiten la codificación de los recuerdos son mucho más flexibles», añade.

«Los niños cuentan con una mente capaz de guardar una mayor cantidad de datos pero, además, estos son más susceptibles a las emociones y el movimiento», explica Natalia Ruiz de Cortázar Gracia, psicóloga y coordinadora general de la asociación Experientia. «Estos elementos predisponen a los pequeños al conocimiento. Y es así como se logra captar su atención y, si además el contenido es de su interés, la información queda registrada para siempre».

En la adolescencia, otra de las etapas de las que más recuerdos se tienen, ocurre algo similar. «En los primeros 10 o 12 años de nuestra vida, el principal objetivo de nuestro cerebro es crear nuevas conexiones. En la adolescencia, este proceso coincide con una explosión de hormonas que hace que todo lo que ocurra a nuestro alrededor nos parezca extremadamente importante», argumenta el psicólogo cognitivo Daniel Levitin en una charla para Discovery Magazine.

Pero ¿cómo es posible que, de golpe, consigamos rescatar un recuerdo tan antiguo? La respuesta es que las experiencias aparentemente olvidadas vuelven a aparecer a partir de la aparición de un estímulo. Es el caso, por ejemplo, de una imagen, olor, sabor o incluso una sola nota, que pueden despertar nuestra memoria.