Cada una de sus arrugas es una noche en vela, una llamada sin contestar, una nueva recaída anunciada por una puerta forzada o un collar que desaparece. Alayna Dee Pierce ha aprendido a sobrellevarlo. No le caen las lágrimas al contar su historia, quizás porque es motera y vive en un mundo de hombres. Pero detrás de su compostura estoica esconde una de esas historias desoladoras y demasiado comunes en este rincón de Virginia Occidental, el estado con más muertes por sobredosis de opioides de EEUU. De sus cinco hijos, uno libra una batalla contra los demonios de la heroína y otro lleva años comiéndose analgésicos opioides y ansiolíticos «como si fueran caramelos». Ambos son veinteañeros y ambos han pasado por la cárcel. Un calvario no muy distinto al de tantas otras familias.

Su hija Destiny fue la primera en caminar por el alambre. Había sido una buena estudiante en el instituto hasta que se quedó embarazada y tuvo una niña con 18 años, el momento en que todo empezó a cambiar. De esnifar pastillas de Oxycontin con los amigos pasó a inyectarse heroína. «Empezó a desaparecerme dinero y sus amigos dejaron de tener nombre. Yo le hacía fotos a los coches que venían a recogerla porque desaparecía durante días hasta que dejó de volver a casa», cuenta Pierce, empleada en una planta de General Motors. Comenzaron entonces sus batidas por el condado en busca de su hija y lo que vio la dejó «horrorizada». En moteles aquí y allá vio a parejas chutándose con el niño encerrado en el baño. Camellos que entraban y salían sin pudor. Mujeres vendiendo su cuerpo por una papela.

Llamadas por sobredosis

Esa realidad hace tiempo que dejó de ser un secreto en Martinsburg, una pequeña ciudad de 18.000 habitantes y mayoritariamente blanca del noreste de Virginia Occidental, la región más próspera del estado. La policía recibe cada día entre dos y ocho llamadas por sobredosis, según el teniente Usack. Y la gente, de toda edad y condición, se desploma en cualquier parte. En los baños de las gasolineras, en coches aparcados, en los parques o en las gradas donde los equipos juveniles disputan sus partidos. «La situación es terrible. La heroína es muy accesible y la gente la usa sin saber siquiera qué se están metiendo porque a menudo está mezclada con fentanilo. Hay muertes de forma regular», dice el psicoterapeuta Peter Callahan, dueño de la única consulta que hay en Martinsburg para tratar las adicciones.

433 píldoras por habitante

Aquí, como en el resto del país, la epidemia no comenzó en la penumbra de las esquinas sino en la consulta del médico y en los hospitales. El detonante fue la prescripción masiva de fármacos como Oxycontin, Vicodin o Percocet para tratar los dolores crónicos, desde migrañas a lumbalgias o molestias articulares. Entre el 2007 y el 2012 las distribuidoras farmacéuticas enviaron 780 millones de pastillas de hidrocodona y oxicodona a Virginia, lo que equivale a 433 píldoras para cada uno de sus habitantes.