Cincuenta y cuatro años van a separar a la generación del baby boom de la del baby crash, porque más pronto que tarde habrá que ponerle un nombre a la anomalía demográfica en curso en España. Lo anticipó esta semana el Instituto Nacional de Estadística (INE), con las cifras solo del primer semestre del 2018, salvo sorpresas cuando estén disponibles los números del segundo semestre, este será el año con menos nacimientos desde que las estadísticas oficiales son fiables, es decir, desde 1941, cuando la población total era de 26 millones de personas. De enero a junio del 2018 nacieron en España 179.795 bebés. Si se mantiene la media, los partos fructuosos cuando termine el año serán unos 360.000, una cifra muy raquítica para un país de más de 46 millones de habitantes.

En 1964, cuando se holló el Everest del baby boom, los españoles eran 31,7 millones. Nacieron entonces 697.697 bebés. Este 2018 han cumplido 54 años. A lo largo de su vida se han comportado, sin saberlo, como una plaga de langostas. Han sido los niños mimados por la publidad, porque solo por su número ya eran un mercado prioritario. Se les considera fundamentales para la primera victoria electoral de Felipe González, que fue la primera vez que pudieron votar. Se les puede achacar incluso ese revival cinematográfico de mortadelos, anacletos y del cine de superhéroes en general que, ellos sí, conocieron en papel durante su infancia. La burbuja inmobiliaria que estalló en el 2008 no habría alcanzado tan colosal diámetro sin su crucial participación hipotecaria. Mucho se podría escribir sobre esa generación, incluso sobre las razones de su baja fecundidad en edad adulta, pero la novedad ahora es el baby crash, solo por contraste, una generación poco atractiva para el mercado (son pocos y mal pagados), que no decantará elecciones, que a lo mejor crecerá en un mundo de remakes cinematográficos y que, salvo que alguien meta mano, accederá con grandes penalidades al mercado inmobiliario o directamente no accederá.

Las cifras del INE son una anomalía histórica en toda regla. Lo dicho, antes de 1941 los datos bailan, pero sirven como referencia los de ciudades como Barcelona, que afortunadamente se remontan a más atrás y ofrecen pistas. Barcelona registra desde hace 33 años un saldo vegetativo negativo, es decir, mueren más personas de las que nacen. En España, ese mal síntoma se produce solo desde el 2015, con diferencias notables entre comunidades autónomos. Solo tres autonomías y Ceuta y Melilla no están a día de hoy en número rojos (véase el gráfico). La cuestión es que en los anuarios estadísticos de Barcelona anteriores a 1941 solo aparecen dos breves casos de saldo vegetativo negativo. El primero fue en 1918, con motivo de la mal llamada gripe española. Los enterradores tenían más trabajo que las comadronas. El segundo fue en 1939, cuando nacieron solo 8.922 niños y niñas, parte de ellos concebidos bajo las bombas. Al año siguiente, el saldo volvió a ser positivo, con 18.377 partos. Son un par de apuntes históricos que sirven para afirmar que lo que revelan las últimas cifras del INE son una catástrofe demográfica que hasta hora solo una pandemia y una guerra civil habían conseguido.

A la exigua cosecha del 2018 se la podría llamar de otros modos, perdida, por ejemplo, pero ese apodo lo pillaron antes Ernest Hemingway, John Dos Pasos, John Steinbeck y unos cuantos escritores más de entreguerras. O generación Hobbit. Pero, hasta nueva orden, generación Crash ya sirve. Son los hijos de madres tardías, que de media paren más allá de los 32 años. Peor aún, este país es tan ingrato en políticas de familia que un 30% de las mujeres tienen su primer hijo pasados los 35 años y un 7% con más de 40. La española es una de las tasas de natalidad más bajas del mundo, y lo trágico es que, encuestadas a veces las madres sobre ello, lamentan que la media de 1,3 hijos por mujer no es por gusto. No tiene los hijos que desean, sino los que puede.

La advertencia no es nueva. Los demógrafos avisan desde hace tiempo que, con gráficas y proyecciones en mano, en el año 2050 España será el país más envejecido de Europa. El porcentaje de mayores de 65 años será aproximadamente el 35% de la población total. Serán listos los fabricantes de juguetes que apuesten por lanzar nuevos diseños de bolas de petanca y errarán el tiro los que inviertan en combas de saltar.

El único consuelo que ofrece el INE en su último informe semestral es que, a pesar del crecimiento vegetativo negativo, el censo aumenta. Algo es algo. A finales del 2012 saltaron las alarmas porque por primera vez, sin gripes y sin guerras, el volumen de población había decrecido. Hasta el 2016 no se invirtió la tendencia. La razón fue que el saldo migratorio no compensó en aquel periodo la escasa natalidad. Ha vuelto a hacerlo. Durante el primer semestre del 2018 se empadronaron en España 100.764 extranjeros, de modo que son ya 4,6 millones los residentes con pasaporte de otro país. Son un 10% de la población total, fijada el pasado 1 de julio en 46.733.038 personas. Por nacionalidades, las altas y bajas, es decir, los que llegan y los que se van, son a veces un termómetro del mundo. La principal comunidad extranjera inmigrante es la venezolana. La mayor comunidad extranjera que deja España es la británica, como si fuera un anticipo del Brexit.

Lo que todavía no se ha corregido es que aquello que la exministra Fátima Báñez, en un más difícil de los eufemismos ridículos, llamó en su día desde la tribuna del Congreso de los Diputados “movilidad exterior”. Le preguntaban por los miles de jóvenes que hartos de no encontrar trabajo en España emigraban en busca de trabajo. Algunos vuelven, cierto, pero el saldo migratorio continúa siendo negativo. Durante el primer semestre del 2018 se fueron 40.856 españoles. Retornaron 39.166. El saldo es el más pequeño desde que estalló la crisis económica, de apenas 1.690 personas, pero esta es una cifra que debe ser matizada. Parte de esos españoles que van y vuelven son extranjeros nacionalizados.