Un monosílabo cambió la historia de Estados Unidos el 1 de diciembre de 1955. Esa mañana, una costurera negra, Rosa Park, se negó a ceder su asiento a un hombre blanco en un autobús de Montgomery (Alabama) y transformó el país. Un simple no hizo temblar los cimientos de una estructura racista perfectamente definida en la nación más compleja de la Tierra. «No sabía lo que iba a ocurrir, pero estaba harta. Tenía 42 años y no soportaba más abusos», matizó Parks años después.

Las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey tampoco sabían qué iba a ocurrir el pasado 5 de octubre cuando se publicó su reportaje titulado Harvey Weinstein pagó durante décadas para ocultar sus abusos sexuales en el periódico The New York Times. Pero sí sabían que cada párrafo era una bala contra los órganos vitales del productor de cine más poderoso del mundo. Pese a la consistencia del texto y los testimonios, era imposible determinar el alcance de sus influencias o el número de bocas que podría seguir tapando con billetes y botellas. Pero no hubo clemencia para el depredador sexual más salvaje del cine.

La actriz Rose McGowan -que aparecía en el texto como una de sus víctimas- suscribió cada palabra del texto y el patrimonio de Weinstein no pudo cubrir sus hazañas. McGowan fue la primera, pero no la única. El texto desató un efecto dominó sin precedentes, decenas de víctimas de Weinstein entonaron el #MeToo -yo también- y el #TimesUp -se acabó el tiempo-. La ecuación sexo, poder y dinero es casi infalible. Pero Weinstein olvidó la variable de la indignación femenina en una situación que todavía es de flagrante desigualdad pese a la conquista de la sexualidad y la maternidad y del asalto a la universidad y el mundo laboral, últimos episodios de la larga revolución feminista iniciada hace un siglo por las sufragistas. La cascada de acusaciones culminó con su destitución en su empresa y su caída en desgracia funcionó como resorte para hacer estallar un sistema de abusos sistemáticos con testimonios de actrices tan poderosas como Angeline Jolie, Gwyneth Paltrow, Cara Delavigne o Mira Sorvino.

Las réplicas del seísmo se extendieron y el grito sectorial se convirtió en el eco de millones de mujeres contra el machismo, el abuso de poder y la discriminación. «El interés del movimiento #MeToo es que ha elevado el acoso de problema individual -donde la víctima debía zafarse como pudiera- a problema estructural o político. Un cambio en el discurso que traslada la responsabilidad de la víctima al acosador y envía un mensaje a las mujeres: ningún hombre tiene derecho de pernada, no tienes por qué tolerarlo», explica Laura Nuño, directora de la cátedra de Género en la Universidad Rey Juan Carlos.

En España todavía no se ha señalado a ningún intocable. El escándalo Weinstein no ha tenido réplica con nombres propios en ningún sector artístico o empresarial. Sin embargo, «El #MeToo nacional ha sido el caso de la Manada. El intento de criminalización de la víctima por parte de la defensa de los imputados ha enfurecido a una sociedad harta y demostrado que los ciudadanos vamos por delante de la agenda política. El cambio se está produciendo», concluye la periodista y escritora Lucía Litjmaer.