Miles de mujeres en toda España gritaban al unísono «no fue abuso, fue violación» con pancartas de «Hermana, yo sí te creo» tras conocerse que se les concedía la libertad provisional a los cinco violadores de las fiestas de San Fermín en Pamplona del 2016. Pocos días antes, el 17 de junio, apenas 300 personas salieron a la calle en Barcelona para condenar los abusos a las jornaleras de la fresa de Huelva. Lejos quedaba el «Si nos tocan a una, nos tocan a todas».

«En el movimiento feminista en el Estado español hay mucho discurso pero poca práctica», afirma la periodista brasileña Marta Orsini, del colectivo Mujeres Brasileñas contra el Fascismo. «Se da mucho más espacio a las feministas de aquí», constata. Y es en esa visión de la otra como algo anecdótico donde surgen los problemas.

Precisamente, durante las preparaciones del 8-M en los círculos feministas hubo varias discusiones sobre el lugar que ocuparían las migradas y racializadas en las reivindicaciones. «Las lógicas de actuar dentro de una organización son muy diversas», explica Sara Cuentas, de la Red de Migración, Género y Desarrollo. «El liderazgo diverso y compartido viene de América Latina y desde Europa no lo entienden porque aquí la socialización y la forma de organización es vertical, basada en designaciones a dedo y amiguismos», afirma.

«Por las incoherencias del movimiento feminista hegemónico hay un peligro de que algunos partidos políticos se apropien del feminismo y hablen de que existe un feminismo liberal», dice Cuentas. «Al final, este feminismo se ha descafeinado para estar bien con todas las posturas por su interés y las instituciones públicas han contribuido a legitimar estos discursos» que entienden el feminismo como algo monolítico en defensa de la mujer sin los matices de raza, clase u orientación sexual.