Los fans de la ciencia ficción, y del cine excitante en general, tenían marcada la fecha del viernes pasado con rotulador rojo. Era el día de estreno de Mudo (Mute), cuarta película de Duncan Jones, hijo de David Bowie y autor de la obra de culto Moon (2009). Protagonizada por Alexander Skarsgärd, ambientada el Berlín del 2052 y con un impactante diseño de producción a lo Blade runner, Mudo era una de las novedades más esperadas de la temporada, pero, como viendo siendo habitual en los últimos tiempos, no se podrá ver en salas de cine, sino exclusivamente a través de la plataforma de streaming Netflix.

Algo parecido a lo sucedido, en lo que llevamos de año, con The Cloverfield paradox, Bright o Good time; o lo que sucederá con The outsider (9 de marzo), Aniquilación (12 de marzo) o Benji (16 de marzo): largometrajes producidos o distribuidos por Netflix que han llegado o llegarán al público solo a través de la multipantalla: el televisor, el portátil, la tableta o el móvil. Cine, en fin, que nunca se verá en el cine, en otro síntoma de la volubilidad de este periodo de encrucijada, con nuevos, y confusos todavía, modelos de exhibición, distribución y consumo. Este diario quiso pedir su opinión a Netflix sobre esta y otras circunstancias vinculadas a su modelo cinematográfico, pero la empresa declinó hacer declaraciones.

Un ejemplo de la mutación en marcha: el pasado 4 de febrero, Netflix revolucionó el panorama audiovisual con el estreno de The Cloverfield paradox, tercera entrega de la gran minisaga originada en el 2004 con Monstruoso. La película, un relato de terror y ciencia ficción ambientado en el espacio, no ha pasado del 16% de votos favorables en Rottentomatoes, pero sus destartalados valores fílmicos son irrelevantes. Lo que cuenta ha sido su innovador modo de estreno: Netflix compró los derechos de la película a Paramount por 50 millones de dólares, lanzó el tráiler por sorpresa durante la Super Bowl y, justo después del final de la liga de fútbol americano, ya se podía ver en todo el mundo en la plataforma digital. Sin promoción previa. El misterio obró en favor de la película, que fue devorada a nivel planetario por un público que no sabía apenas nada de ella, al mismo tiempo que la crítica, llegando tarde al corte, la consideraba un despropósito. Una película que apuntaba a batacazo en salas pero que acabó siendo un gran éxito de audiencia.

«Es delicado y complicado, pero los hábitos de la industria y del público están cambiando, y nos encontramos ante una cierta revolución», opina Quim Casas, crítico de cine y profesor de Comunicación Audiovisual en la UPF, quien, pese a la confusión general, observa los cambios con optimismo. «Yo lo veo bien. Los grandes estrenos de cine siguen viéndose en las salas, pero buena parte de la producción más innovadora se halla, ahora mismo, en Netflix, HBO, Amazon o Filmin. Además, desde hace años hay películas (sobre todo las de pequeño formato, las más radicales) que ya no tienen la necesidad de estrenarse en salas: hay otros canales (festivales, filmotecas, museos....), así que estrenar en sala como algo sagrado es una cosa que ha cambiado».

Ángel Sala, director del Festival de Sitges, también se muestra animoso ante el nuevo horizonte. «Lo positivo es que las películas se estrenen, que no se queden en un limbo que solo beneficia a la piratería. El cine debe verse ante todo en salas, pero las formas de consumo evolucionan y se pueden crear sinergias entre ellas». Su colega Carlos R. Ríos, director del D’A Film Festival, abre un necesario flanco crítico: «Netflix y las otras plataformas son un agente más que produce y estrena películas. ¿Pero cuántas? ¿15, 20, menos? En los cines se estrenan miles, pero hemos caído en el juego de que estas 15 o 20 son las que salvarían las salas.. Solo son otras películas, unas muy buenas, otras normales e incluso algunas malas».