En los festivales de cine de todo el mundo no se habla de otra cosa. El asunto se discute en entrevistas y ruedas de prensa, y acapara conversaciones en las filas de butacas y en exclusivas fiestas en azoteas y yates. Netflix, Netflix, Netflix. Ha sido así durante el último año y medio, desde aquel día en el que el logotipo de la compañía apareció impreso en la gigantesca pantalla del Gran Auditorio Louis Lumière de Cannes y fue furiosamente abucheado.

La reacción no surgió de la nada. La polémica había empezado a cocerse semanas antes cuando, al anunciar el certamen francés la inclusión de dos títulos producidos por Netflix en la competición por la Palma de Oro, las asociaciones de exhibidores y distribuidores del país pusieron el grito en el cielo. Son gremios muy poderosos en el país vecino, y ven en el modelo de negocio que encarnan los servicios de streaming una amenaza para la supervivencia de sus empleos. Hacer oídos sordos a sus protestas simplemente no era una opción.

Como resultado, cara a su edición de 2018, el festival más prestigioso del mundo desempolvaba una norma según la cual todas las obras a concurso deben ser estrenadas comercialmente en territorio francés, y esperar tres años desde el momento de ese estreno para ver la luz en plataformas de vídeo bajo demanda. En Netflix, claro, no se lo tomaron bien. Decidieron que no querían estar en Cannes si no era compitiendo, y que llevarían todas sus películas a otros festivales más hospitalarios.

El conflicto entre ambas partes pone de relieve la crisis existencial que sume a la industria en su conjunto -y que refleja otra aún mayor que afecta a todos los ámbitos de la sociedad-. En pocas palabras, un conflicto entre lo viejo y lo nuevo; entre quienes consideran que el cine no es cine si no implica un grupo de gente en una sala oscura, y quienes opinan que el espectador del siglo XXI necesita ver lo que quiera cuando y como quiera, aunque sea en la pantalla del móvil.

La otra cara

Por lo que respecta al resto de festivales, eso sí, han recibido a Netflix con los brazos abiertos y gritos de ¡hurra!. La Mostra de Venecia, que de hecho ya incluyó una película de la plataforma en su competición hace tres años -Beasts of No Nation (2015)-, ha incluido en su edición de este año los seis títulos que Cannes dejó marchar, y tres de ellos aspiran a figurar en el palmarés que se anunciará esta noche. Su director artístico, Alberto Barbera, ha sido muy tajante al respecto de la polémica: "Tenemos que adaptarnos a la realidad del nuevo paisaje de la producción cinematográfica". Y el Festival de Toronto decidió otorgar a una película de Netflix, The outlaw king, el privilegio de ser la encargada de inaugurar hace solo unos días su 43ª edición. Toda una declaración de principios.

El plan de negocio de Netflix incluye un aumento en la producción de películas de prestigio dirigidas por autores reconocidos, el tipo de cine que todo certamen cinematográfico que se precie debería aspirar a incluir en su programación. Dicho de otro modo, tiene todas las de ganarle el pulso a Cannes, cuyos responsables tienen dos opciones: cambiar sus normas -o presionar para que cambie la ley-, o bien contemplar cómo el resto de festivales le toman la delantera. No parece una decisión tan difícil.