La próspera industria agrícola que cerca el espacio natural de Doñana se sostiene en parte desde gigantes barrios obreros en las afueras de pueblos como Lepe, Lucena o Palos de la Frontera, donde se escuchan acentos diversos y las sillas se acumulan a las puertas de las casas esperando los ratos de tertulia al atardecer. Un paisaje habitual en las periferias de los núcleos económicos de cualquier punto del país, salvo por el detalle de que, aquí, las calles son de tierra y el plástico y el cartón toman el lugar de las paredes.

«Ellos son los afortunados, porque al menos tienen un techo; peor es dormir en la calle solo con un cartón y una manta», cuenta Lamine, maliense afincado desde hace años en Lepe. «Igual piensan que estamos a gusto en las chabolas -ironiza-, pero es que no tenemos otra alternativa».

Los asentamientos de chabolas de Huelva han abochornado al relator de la ONU sobre la pobreza extrema, Philip Alston, para quien las condiciones en las que viven, o malviven, cientos de inmigrantes son «simplemente inhumanas», como ha plasmado en su informe. Menos diplomática se mostró Pilar Vizcaíno, directora de Cáritas Huelva, días antes, al no poder contener que «viven en condiciones de verdadera mierda».

CLASES PRIVILEGIADAS

Lamine, que también vivió una temporada en esas chabolas, describe el panorama que pudo observar el representante de la ONU, ese que según Alston muchos españoles no reconocerían como parte de su país. La única luz viene de enganches a baterías, y el agua para asearse o limpiar está en una fuente a seis kilómetros de distancia. Los colchones se acumulan en diminutos espacios sin ventilación donde se almacenan las maletas con sus pertenencias en una esquina y una hornilla de gas en la otra. La clase privilegiada se ubica en pequeñas construcciones, estas sí de ladrillo, pero a cambio por las ventanas se cuela el frío y el agua. Ni hablar de baño donde asearse. En sus calles se reparten subsaharianos y marroquís, también centroeuropeos y en los últimos tiempos se suman algunos españoles. Casi todos varones, aunque también empiezan a aparecer mujeres.

NO RECLAMAN MUCHO

«Son trabajadores, no animales, y simplemente quieren, al terminar su jornada laboral, poder tener un sitio donde darse una ducha caliente, cenar algo viendo la televisión y meterse en la cama para volver a trabajar al día siguiente», explica Amadou, uno de los portavoces del Colectivo de Trabajadores Africanos. La asociación se gestó a finales del pasado mes de octubre, tras el devastador incendio que acabó con La Urba, el mayor asentamiento chabolista de Lepe. No quedó nada, y el terreno fue vallado para impedir que volvieran a instalarse allí. «Ahora, cuando yo salgo con el camión por las noches, se me saltan las lágrimas, porque los veo a todos escondidos en cualquier rincón intentando esquivar el frío», prosigue Amadou.

Tras ese desastre, los inmigrantes alzaron la voz para poner luz sobre una incómoda realidad: no reclaman casa gratis; están dispuestos a pagarla porque tienen dinero, algunos ganan incluso el salario mínimo, y sostienen la industria agrícola. Pero los mismos a los que enriquecen no les quieren alquilar las viviendas. En cuanto detectan el acento africano, explican, ya no hay casa disponible. Y tampoco encuentran amparo en las administraciones públicas.

DESDE FINALES DE SIGLO

Los asentamientos chabolistas de inmigrantes temporeros comenzaron a surgir a finales del siglo pasado. Lepe, y toda la comarca onubense, empezó a prosperar con la fresa y más tarde los frutos rojos.

Un trabajo que requiere una habilidad manual y delicadeza que no suple la maquinaria agrícola, y muchos vecinos no estaban dispuestos a jornadas de sol a sol para ganar modestos sueldos. Primero llegaron las mujeres centroeuropeas, pero el rumor de que había trabajo, legal o ilegal, llegó a los inmigrantes africanos.

Y mientras ellas se asentaban y se casaban con los nativos, ellos eran vistos con recelo. Tanto que, como alertaban los sindicatos ya por entonces, era imposible que lograran alquilar siquiera una habitación.

Esa dificultad, unida a la escasez de vivienda en la zona, provocó que empezaran a vivir hacinados y, más tarde, directamente en chabolas. «Al principio hubo unos módulos, pero se los llevaron y no nos quedó nada», rememora Amadou. Los asentamientos se repiten por todos los núcleos agrícolas de Huelva.

Las entidades sociales que trabajan en la zona estiman que en la treintena de campamentos se reparte una población estable cercana a las 700 personas, aunque las cifras se disparan en los momentos punta de las campañas agrícolas de la fresa o los frutos rojos y, según el Colectivo de Trabajadores Africanos, superarían las 6.000 personas. Cáritas lo reduce a 2.000.