Con todo el orgullo del mundo parecía que procesionaba ayer El Perdón. Era como si dijera «bienvenidos a todos» en este año en que se ha visto convertida, con la carrera oficial en el entorno de la Mezquita-Catedral, en la «anfitriona» de las otras 36 hermandades de penitencia al ser la hermandad con su sede canónica más cercana al itinerario común. Lo que no significa que su itinerario fuera ayer corto y deslucido. Al contrario. Nadie como El Perdón entiende más la cercanía de los varales del palio con los balcones de las estrechas calles, los giros ajustados, el cariño igualmente cerrado de la Judería. O si no, ahí está la salve que las Siervas de María le hizo a la Virgen del Rocío y Lágrimas al pasar por el convento, en Blanco Belmonte.

Buen año para que El Perdón se sintiera en casa. De hecho, si se incluye la carrera oficial, ni salió del barrio. Y parecía celebrarlo hasta el friso variado de flores que rodeaba a Jesús del Perdón (que estrenaba bordados de oro en el frontal del paso) o el exorno de colores pasteles, lilas y rosa palo del palio, diseñado por la firma especializada Pinsapo, camino de convertirse en una tradición para la cofradía casi tanto como tener a Antonio Villar de vestidor o a los costaleros de Curro. Y es que este año han cambiado muchas cosas. Otras, como el cariño y lo bien hecho, no.