San Lorenzo. Diez de la mañana y diez grados. Las campanas tañen en una plaza con añoranza de voces infantiles y olor a nenuco. La Semana Santa no se estrena y el Domingo de Ramos nace huérfano de Borriquita, que a esa hora tendría que salir a pisar las calles de Córdoba con su corte de palmas y ramas de olivo. En el interior de la iglesia, el sacerdote Rafael Rabasco entra y sale de la sacristía, mientras prepara la misa que la hermandad de la Entrada Triunfal retransmite en directo para sus hermanos. «Aquí bendeciremos las palmas», dice a los hermanos que harán de operadores de cámara. En la capilla que presiden los titulares de la hermandad y que esta mañana es un plató improvisado, el hermano mayor Paco Figueroa lucha con «un sentimiento encontrado de tristeza y fe», mientras una mujer mayor entra con sigilo, casi a hurtadillas a la iglesia, y se dispone a rezar en un banco. Testigo impertérrito y mudo de pandemias y alegrías, el monaguillo de la puerta, que sigue en huelga de gestos.

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La persiana de Casa Luis está echada y seguirá así a la hora en que la Borriquita tendría que volver a su templo, a eso de las tres de la tarde («Juan Antonio, ponnos un medio y una de pijotas»). Antes, la comitiva se hubiera despedido de San Lorenzo para enfilar por Alfonso XII hacia San Pedro, cuyo ángel mira a veces peligrosamente hacia el río, para algunos, señal inequívoca de lluvia (qué alivio para los meteorólogos esta Semana Santa, maldita ley de Murphy).

La soledad de la calle Lineros evoca un domingo cualquiera de resaca; los bares y restaurantes cerrados del Potro, un presagio de ruina estremecedor. En la encrucijada con la calle San Fernando, la multitud estaría esperando con ganas de inaugurar la temporada primavera-verano y estrenar vestidos, camisas, chaquetas y ropa interior, pero hoy solo pasa el 1 completamente vacío. En la Cruz del Rastro, su conductor se para en el semáforo en rojo, aunque lo cierto es que se lo podría saltar. He aquí la gente de orden.

Las calles de la Judería son un escenario yermo, henchido de belleza estéril que nadie ve. En la Zapatería Vieja, al fondo, Pensión Agustina exhibe una impúdica celebración de geranios y gitanillas, como una invitación a seguir creyendo, pese a todo, en la primavera. Algunos vecinos tienen las puertas y zaguanes abiertos para insinuar una intimidad doméstica, adormecida. En un balcón alguien escucha alto, muy alto a la Pantoja. No todo puede ser recogimiento.

Entrada a la carrera oficial. La Puerta del Puente muestra las mismas heridas que tenía antes del coronavirus. Nadie se acuerda ahora de esos desconchones. Prioridades. Bastante tenemos con lo nuestro. Este año tampoco ha habido polémica por la instalación de palcos, y ahora que por fin habíamos aprendido los vericuetos para deambular alrededor de la carrera oficial y llegar vivos al Patio de los Naranjos, nos quedamos sin Semana Santa.

«La de pipas que estaría barriendo yo ahora», reflexiona Antonia, una trabajadora de Sadeco que confiesa que se deprime al no ver a nadie por la calle mientras barre. «Que vuelva ya la gente, aunque sea para comer pipas y tirarlas al suelo». A las 11.30, suenan unos pasos en el fúnebre silencio de la calle Torrijos. El obispo encara la carrera oficial, sin palco de autoridades, sin boato, en la soledad más absoluta. En la Catedral oficiará la misa del Domingo de Ramos que no fue.