Personalmente he vivido la restauración de la imagen de Jesús Caído como una enriquecedora metáfora. A su partida sentimos el tremendo vacío. ¡Cuántas visitas a su capilla buscando esa mirada consoladora! Sus devotos seguían mirando a un pedestal vacío, pero sintiendo profundamente su presencia, porque a nuestro lado estaba María en su Mayor Dolor y Soledad. Cuando huyeron los apóstoles sólo Ella junto a un joven e inconsciente Juan y María Magdalena permanecían… Tan solo la fe hacía llevadera tan larga espera. Nos aferramos a un Dios que se nos muestra a través de Cristo, que nos ha dado su rostro, el mismo que vemos en Jesús Caído: ¡Qué desierto tan árido una vida sin Ti, Señor! Fue un Jueves Santo, el primero de todos, cuando el Corazón de Jesús, con los suyos, les abre los tesoros inagotables de su amor: «Padre Santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí»

Y llegó ese día jubiloso de San José, fiesta en San Cayetano, oasis cuaresmal. Alguna lágrima que otra y el reencuentro sereno, íntimo y personal con Él. ¡Ya está entre nosotros! Ya no hace falta mirar al infinito para encontrar sus ojos, sigue siendo Él. Y lo primero que le pedimos es que se quede para siempre. Con demasiada frecuencia nos vemos superados por una realidad de tiempos recios, pero que volveremos a dejar en el atrio cada vez que entremos a su capilla para llenarnos de su infinita humanidad.

*Hermano Mayor.